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LA PÉRDIDA DE LA PRIVACIDAD
El primer efecto de la globalización de la comunicación por Internet ha sido la crisis de la noción
de límite. El concepto de límite es tan antiguo como la especie humana, incluso como todas las
especies animales. La etología nos enseña que todos los animales reconocen que hay a su
alrededor y en torno a sus semejantes una burbuja de respeto, un área territorial dentro de la
cual se sienten seguros, y reconocen como adversario al que sobrepasa dicho límite. La
antropología cultural nos ha demostrado que esta burbuja varía según las culturas, y que la
proximidad, que para unos pueblos es expresión de confianza, para otros es una intrusión y una
agresión. En el caso de los humanos, esta zona de protección se ha extendido del individuo a la
comunidad. El límite –de la ciudad, de la región, del reino– siempre se ha considerado una
especie de ampliación colectiva de las burbujas de protección individual. Los muros pueden
servir para que un régimen despótico mantenga a sus súbditos en la ignorancia de lo que sucede
fuera de ellos, pero en general garantizan a los ciudadanos que los posibles intrusos no tengan
conocimiento de sus costumbres, de sus riquezas, de sus inventos. La Gran Muralla China no
solo defendía de las invasiones a los súbditos del Imperio Celeste, sino que garantizaba, además,
el secreto de la producción de seda. No obstante, con Internet se rompen los límites que nos
protegían y la privacidad queda expuesta. Esta desaparición de las fronteras ha provocado dos
fenómenos opuestos. Por un lado, ya no hay comunidad nacional que pueda impedir a sus
ciudadanos que sepan lo que sucede en otros países, y pronto será imposible impedir que el
súbdito de cualquier dictadura conozca en tiempo real lo que ocurre en otros lugares; además,
en medio de una oleada migratoria imparable, se forman naciones por fuera de las fronteras
físicas: es cada vez más fácil para una comunidad musulmana de Roma establecer vínculos con
una comunidad musulmana de Berlín. Por otro lado, el severo control que los Estados ejercían
sobre las actividades de los ciudadanos ha pasado a otros centros de poder que están
técnicamente preparados (aunque no siempre con medios legales) para saber a quién hemos
escrito, qué hemos comprado, qué viajes hemos hecho, cuáles son nuestras curiosidades
enciclopédicas y hasta nuestras preferencias sexuales. El gran problema del ciudadano celoso
no es defenderse de los hackers sino de las cookies, y de todas esas otras maravillas tecnológicas
que permiten recoger información sobre cada uno de nosotros.
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Stiven0417:
Baboso
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