¿Por que el hombre termina confesando a los policías el asesinato que cometió?
FRAGMENTO:Terminada la operación, a eso de las cuatro de la madrugada, aún estaba tan oscuro como a
medianoche. Cuando el reloj señaló la hora, llamaron a la puerta de calle, y yo bajé con la mayor calma
para abrir, pues, ¿qué podía temer «ya»? Tres hombres entraron, anunciándose cortésmente como oficiales
de policía; un vecino había escuchado un grito durante la noche; esto bastó para despertar sospechas, se
envió un aviso a las oficinas de la policía, y los señores oficiales se presentaban para reconocer el local.
Yo sonreí, porque nada debía temer, y recibiendo cortésmente a aquellos caballeros, les dije que era yo
quien había gritado en medio de mi sueño; añadí que el viejo estaba de viaje, y conduje a los oficiales por
toda la casa, invitándoles a buscar, a registrar perfectamente. Al fin entré en «su» habitación y mostré sus
tesoros, completamente seguros y en el mejor orden. En el entusiasmo de mi confianza ofrecí sillas a los
visitantes para que descansaran un poco; mientras que yo, con la loca audacia de un triunfo completo,
coloqué la mía en el sitio mismo donde yacía el cadáver de la víctima.
Los oficiales quedaron satisfechos y, convencidos por mis modales —yo estaba muy tranquilo—, se
sentaron y hablaron de cosas familiares, a las que contesté alegremente; mas al poco tiempo sentí que
palidecía y ansié la marcha de aquellos hombres. Me dolía la cabeza; me parecía que mis oídos zumbaban;
pero los oficiales continuaban sentados, hablando sin cesar. El zumbido se pronunció más, persistiendo con
mayor fuerza; me puse a charlar sin tregua para librarme de aquella sensación, pero todo fue inútil y al fin
descubrí que el rumor no se producía en mis oídos.
Sin duda palidecí entonces mucho, pero hablaba todavía con más viveza, alzando la voz, lo cual no
impedía que el sonido fuera en aumento. ¿Qué podía hacer yo? Era «un rumor sordo, ahogado, frecuente,
muy análogo al que produciría un reloj envuelto en algodón». Respiré fatigosamente; los oficiales no oían
aún. Entonces hablé más aprisa, con mayor vehemencia; pero el ruido aumentaba sin cesar.
Me levanté y comencé a discutir sobre varias nimiedades, en un diapasón muy alto y gesticulando
vivamente; mas el ruido crecía. ¿Por qué «no querían» irse aquellos hombres? Aparentando que me
exasperaban sus observaciones, di varias vueltas de un lado a otro de la habitación; mas el rumor iba en
aumento. ¡Dios mío! ¿Qué podía hacer? La cólera me cegaba, comencé a renegar; agité la silla donde me
había sentado, haciéndola rechinar sobre el suelo; pero el ruido dominaba siempre de una manera muy
marcada... Y los oficiales seguían hablando, bromeaban y sonreían. ¿Sería posible que no oyesen? ¡Dios
todopoderoso! ¡No, no! ¡Oían! ¡Sospechaban; lo «sabían» todo; se divertían con mi espanto! Lo creí y lo
creo aún. Cualquier cosa era preferible a semejante burla; no podía soportar más tiempo aquellas hipócritas
sonrisas. ¡Comprendí que era preciso gritar o morir! Y cada vez más alto, ¿lo oís? ¡Cada vez más alto,
«siempre más alto»!
—¡Miserables! —exclamé—. No disimuléis más tiempo; confieso el crimen. ¡Arrancad esas tablas; ahí
está, ahí está! ¡Es el latido de su espantoso corazón!
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si
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Usuario anónimo:
si que?
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Pienso que la ansiedad lo delató
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