por qué crees que el autor le puso le puso ese nombre al texto vida saludable
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A veces las noticias se construyen a partir de la oportunidad o de la mera coincidencia. Ambas circunstancias se complotan en estos días previos a una nueva celebración del día del niño para volver a hablar de los célebres Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga, de cuya publicación se cumplen 100 años en 2018. Un libro que sin dudas se encuentran entre los más leídos de la historia en la Argentina, en virtud del carácter hereditario que los ocho cuentos que lo componen han ido adquiriendo desde que el autor uruguayo los compilara en aquella primera edición, hoy centenaria. Cuentos que los padres les cuentan a sus hijos y que estos volverán a compartir con los suyos cuando ellos mismos se conviertan en padres y madres del futuro. Títulos como “Las medias de los flamencos”, “La guerra de los yacarés”, “El paso del Yabebirí”, “La tortuga gigante”, “El loro pelado”, “La abeja haragana”, “La gama ciega” e “Historia de dos cachorros de coatí y dos cachorros de hombre”, son en la actualidad parte del imaginario colectivo de casi todas las familias del país. Es por eso que Los cuentos de la selva están condenados a sobrevivir, tal vez para siempre, en esa permanente reencarnación del boca en boca. Felizmente condenados.
Pero la historia de estos cuentos para que los padres les cuenten a sus chicos no empieza hace un siglo, sino algunos años antes. Se dice que Quiroga los escribió justamente para entretener a sus propios hijos, Eglé y Darío, quienes habían nacido ahí mismo, en la selva de la provincia de Misiones que también es el escenario de los cuentos. Hasta allá se fueron a vivir el escritor y su primera esposa, Ana María Cires, una adolescente que antes había sido su alumna. Pero si hay una constante en la vida de Quiroga –además de su facilidad para enamorarse de adolescentes, inclinación que hoy le depararía no pocos problemas—, es la tragedia. Ana María se suicida en 1915 y el escritor debe entonces volver a Buenos Aires con sus hijitos de 4 y 3 años. Ese fue el caldo de cultivo del cual surgieron sus dos libros más emblemáticos, ya que en 1917 publicó Cuentos de amor de locura y de muerte, una colección de relatos pesadillescos que dan buena cuenta de la mitad oscura del alma de Quiroga.
En paralelo a la aparición de aquel, en el que se destacan historias terribles como “El almohadón de plumas”, “A la deriva” o “La gallina degollada”, Quiroga fue publicando en distintas revistas los ocho cuentos dedicados a Eglé y Darío, bajo el rótulo de “Cuentos de mis hijos”. Sería recién en 1918 cuando tomaría la decisión de publicarlos reunidos en un único volumen, al que bautizó con el famoso nombre con el que aún se los conoce. Los cuentos de la selva se convirtió un éxito desde su publicación, llegando a ser considerado un clásico de la literatura infantil en América latina. Sus relatos presentan la estructura clásica de las historias para chicos, caracterizando a los animales de la selva como criaturas capaces de hablar (al menos entre sí) y en cuya conclusión se revela una enseñanza, al modo de las moralejas en las fábulas. Pero más allá de eso, son muchas y variadas las lecturas que se han hecho del libro. Miradas que a veces llegan a ser contradictorias entre sí, dejando en evidencia la riqueza de su contenido.
En la actualidad, por ejemplo, hay voces que señalan que el contenido de algunos de sus cuentos comienza a volverse anacrónico, sobre todo respecto de las miradas ecologistas del mundo que articulan el sentido común del siglo XXI. En un artículo firmado por Matías Castro en el diario El Observador de Uruguay, el autor considera que un cuento como “Historia de dos cachorros de coatí y dos cachorros de hombre” presenta un “enfoque de la domesticación que indignaría a cualquier animalista de la actualidad”. Por el contrario Diego Fabián Arévalo Viveros, de la Universidad de los Andes, Colombia, considera que los relatos del libro pueden ser leídos sin ningún problema desde una posición ecologista moderna. En su ensayo El cuento es la selva: lectura crítica-ecológica de Los cuentos de la selva, Arévalo Rivero afirma que en el libro de Quiroga “Los animales hablan, pero no como humanos”. El autor afirma que en el libro las criaturas salvajes “usan las palabras, pero éstas, más que servir en la discusión de problemas históricamente relevantes para la humanidad (el alma, la razón, etc.), reflejan el suceder de la naturaleza”. Para el académico colombiano “las palabras funcionan como un ecosistema. Los diálogos de tigres y boas, las expresiones de los tucanes, etc., están determinados por una preocupación particular: la selva como acontecimiento”. Y concluye: “En tal caso, podríamos afirmar que Quiroga imagina la selva creando personajes capaces de ‘hablar el verde’ y ‘dialogar el hábitat’.”