por favor reseña de amistad bruno traven
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
Monsieur René, un francés, propietario de un restaurante, se percató una tarde de la presencia de un perro negro de tamaño mediano, sentado cerca de la puerta abierta, sobre la banqueta. El perro, al darse cuenta de que el francés lo miraba con atención, movió la cola, inclinó la cabeza y abrió el hocico en una forma tan chistosa que al restaurantero le pareció que le sonreía cordialmente.
El perro se levantó ligeramente, volvió a sentarse y en aquella posición avanzó algunas pulgadas hacia la puerta, pero sin llegar a entrar al restaurante. El francés, amante de los animales, no pudo contenerse; tomó un bistec que el cliente, inapetente de seguro, había tocado apenas. Sosteniéndolo entre sus dedos y levantándolo, fijó la vista en el perro y con un movimiento de cabeza lo invitó a entrar a tomarlo.
Al día siguiente, sin embargo, aproximadamente a la misma hora, es decir, a las tres y media en punto, el perro volvió a sentarse a la puerta abierta del restaurante. El can se retiró un poco de la puerta a fin de no estorbar a los clientes que trataran de entrar o salir. Una de las meseras tomó las respetables sobras de un gran chamorro, se aproximó al perro, agitó durante unos segundos el hueso ante sus narices y por fin se lo dio.
Monsieur René, recordando el gesto peculiar del perro el día anterior, tuvo curiosidad por saber qué haría en esa ocasión una vez que terminara de comer y si su actitud del día anterior había obedecido a un simple impulso o a su buena educación. Se ocupó de las repisas y de la caja registradora, pero sin dejar de espiar al perro y procurando que aquél no se diera cuenta, con el objeto de ver cuánto tiempo esperaría hasta expresar su: “gracias, y hasta mañana”.
Un día, Monsieur René fue insultado terriblemente por uno de los clientes, a quien se le había servido un bolillo tan duro, que al morderlo creyéndolo suave, se rompió un diente artificial. Frenético, el francés llamó por teléfono al panadero para decirle que era un canalla desgraciado.
Monsieur René, rojo como un tomate, con las venas de la frente tan hinchadas que parecían reventársele en cualquier momento, volvió a la barra. Desde allí advirtió la presencia de su amigo, el perro negro, el francés cegado por la ira y arrebatado por un impulso repentino, tomó el bolillo duro que tenía enfrente sobre la barra y lo arrojó con todas sus fuerzas sobre el animal.
Un simple movimiento de cabeza le habría bastado para salvarse de golpe, sin embargo, no se movió. Sostuvo fija la mirada de sus ojos suaves y cafés, sin un pestañeo, en el rostro del francés, y aceptó el golpe valientemente. En aquellos ojos no había acusación alguna, sólo profunda tristeza, la tristeza de quien ha confiado infinitamente en la amistad de alguien e inesperadamente se encuentra traicionado, sin encontrar justificación para semejante actitud.
El francés se sobresaltó tanto como si acabara de matar a un ser humano. Hizo un gran esfuerzo y se repuso. Miró por unos cortos segundos hacia la puerta con una expresión de completo vacío en sus ojos. Instantáneamente volvió la vista y observó el plato de un cliente que enfrente de él clavaba el tenedor en el bistec que acababan de servirle. Con movimiento rápido tomó el bistec del plato.
El francés salió a la calle y al descubrir al perro corriendo por la cuadra siguiente, se lanzó tras él, silbando y llamándolo, sin preocuparse en lo mínimo por la gente que se detenía a su paso, ya casi para llegar a la calle de Tacuba, perdió de vista al perro. Dejó caer el bistec y regresó a su restaurante cansado y cabizbajo.
A las tres y media en punto y con las campanadas del reloj colocado en un gran edificio de enfrente, apareció el perro y se sentó en el sitio usual cerca de la puerta. - Ya sabía yo que vendría –se dijo el francés, sonriendo satisfecho-. Dejaría de ser perro si no hubiera ocurrido por el almuerzo.
El can se sentó, mirándolo con sus ojos suaves y apacibles, saludándolo con una amplia sonrisa, el perro permaneció inmóvil y con el hocico cerrado. Entonces acarició al animal, que contestó con un ligerísimo movimiento de cola, sin apartar la vista del francés. Después bajó la cabeza, olió el bistec sin interés, se volvió a mirar nuevamente al hombre, se levantó y se fue.
Pronto desapareció entre las gentes que transitaban por la calle. Al día siguiente, puntual como siempre, volvió a ocurrir lo que el día anterior. Volvió a mirar al francés y sin oler siquiera la carne dio la vuelta y se fue. Aquella fue la última vez que Monsieur René vio al perro, porque jamás volvió al restaurante, ni se le vio más por los alrededores.