Historia, pregunta formulada por valentinomasias, hace 1 año

Por favor podrían pasarme el resumen de ''Dos Millones'' de Ricardo Palma es muy urgente

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Contestado por matteolajarapc8n06
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Por los años de 1817 un joven escocés, de aire bravo y simpático, se presentó a las autoridades de Valparaíso solicitando un puesto en la marina de Chile, y comprobando que había servido como aspirante en la armada real de Inglaterra. Destinado de oficial en uno de los buques, el joven Robertson se distinguió en breve por su pericia en la maniobra y su coraje en los combates. El esforzado Guisse, que mandaba el bergantín Galvarino, pidió a Robertson para su primer teniente.

Era Robertson valiente hasta el heroísmo, de mediana estatura, rojizos cabellos y penetrante mirada. Su carácter fogoso y apasionado lo arrastraba a ser feroz. Pero eso, en 1822, cuando al mando de un bergantín chileno tomó prisioneros setenta hombres de la banda realista de Benavídez, los hizo colgar de las ramas de los árboles.

No es éste un artículo a propósito para extendernos en la gloriosa historia de las hazañas navales que Cochrane y Guisse realizaron contra la formidable escuadra española.

En el encuentro de Quilca, entre la Quintanilla y el Congreso, Robertson, que había cambiado la escarapela chilena por la de Perú y que a la sazón tenía el grado de capitán de fragata, fue el segundo comandante del bergantín que mandaba el valiente Young.

En el famoso sitio del Callao, cuyas fortalezas eran defendidas por el general español Rodil, quien se sostuvo en ellas trece meses de la batalla de Ayacucho, cupo a Robertson ejecutar muy distinguidas acciones.

Todo le hacía esperar un espléndido porvenir, y acaso habría alcanzado el alto rango de almirante si el diablo, en forma de una linda limeña, no se hubiera encargado de perderlo. Dijo bien el que dijo que el amor es un envenenamiento del espíritu.

Teresa Méndez era en 1826 una preciosa joven de veintiún años, de ojos grandes, negros, decidores, labios de fuego, brevísima cintura, hechicero donaire, todas las gracias, en fin, y perfecciones que han hecho proverbial la belleza de las limeñas. Parece que me explico, picarillas, y que soy lo que se llama un cronista galante.

Viuda de un rico español, se había despertado en ella la fiebre del lujo, y su casa se convirtió en el centro de la juventud elegante. Teresa Méndez hacía y deshacía la moda.

Su felicidad consistía en tiranizar a los cautivos que suspiraban presos en el Argel de sus encantos. Jamás pudo amartelado galán vanagloriarse de haber merecido de ella favores que revelan predilección por un hombre. Teresa era una mezcla de ángel y demonio, una de aquellas mujeres que nacieron para ejercer autocrático despotismo sobre los que las rodean; en una palabra, pertenecía al número de aquellos seres sin corazón que Dios echó al mundo para infierno y condenación de hombres.

Roberto conoció a Teresa Méndez en la procesión del Corpus, y desde ese día el arrogante marino la echó bandera de parlamento, se puso al habla con ella, y se declaró buena presa de la encantadora limeña. Ella empleó para con el nuevo adorador la misma táctica que para con los otros, y un día en que Roberto quiso pecar de exigente, obtuvo de los labios de cereza de la joven este categórico ultimátum:

-Pierde usted su tiempo, comandante. Yo no perteneceré sino al hombre que sea grande por su fortuna o por su posición, aunque su grandeza sea hija del crimen. Viuda de un coronel, no acepto a un simple comandante.

Robertson se retiró despechado, y en su exaltación confió a varios de sus camaradas el éxito de sus amores.

Pocas noches después tomaba té en casa del capitán de puerto del Callao, en unión de otros marinos, y como la conversación rodase sobre la desdeñosa limeña, uno de los oficiales dijo en tono de chanza:

-Desde que la guerra con los chapetones ha concluido no hay esperanza de que el comandante logre enarbolar la insignia del almirantazgo. En cuanto a hacer fortuna, la ocasión se le viene a la mano. Dos millones de pesos hay a bordo de un bergantín.

Robertson pareció no dar importancia a la broma, y se limitó a preguntar:

-Teniente Vieyra, ¿cómo dice usted que se llama ese barco que tiene millones por lastre?

-El Peruvian, bergantín inglés.

-Pues poca plata es, porque más vale Teresa -repuso el comandante, y dio sesgo distinto a la conversación.

Tres horas después Robertson era dueño del tesoro embarcado en el Peruvian.

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