Poema de la isla del tesoro de cinco estrofas
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Como Poemas del Alma publicó en una oportunidad, el escritor escocés Robert Louis Balfour Stevenson quedó en la historia de la literatura por haber creado, entre otros relatos, obras de gran trascendencia mundial, tales como «El extraño caso de Dr. Jeckyll y Mr. Hyde» y «La isla del tesoro».
«La isla del tesoro», título con el que se conoce en español al trabajo literario que hemos decidido presentar en esta ocasión, es una novela de aventuras que, entre 1881 y 1882, se dio a conocer por entregas a través de la revista «Young Folks». Desde ese entonces, la popularidad de esta obra fue en aumento y se potenció a partir de su comercialización en forma de libro.
Con el tiempo, este material basado en las vivencias de Jim Hawkins, un valiente e inteligente muchacho huérfano de padre que, en medio de una búsqueda de un tesoro, se ve obligado a enfrentarse a dos malvados piratas, inspiró la creación de películas, series televisivas, historietas y hasta de videojuegos.
Al comienzo de su historia, el protagonista, el ya citado Jim Hawkins, es un adolescente que vive junto a sus padres en un pequeño pueblo de Inglaterra. Su vida cambia cuando a la posada familiar llega un viejo marinero.
Al morir este malhumorado y borracho navegante, queda al descubierto un mapa que el desconocido escondía en un baúl. Según ese extraño plano, en una lejana isla tropical está enterrado un tesoro.
Como no podía ser de otra manera, Jim no tarda en sentir deseos de descubrirlo y con ese objetivo, este joven aventurero pone en marcha un plan para encontrarlo. Aunque la misión lo obliga a sortear diversos obstáculos y a enfrentarse a numerosos peligros, el muchacho no sólo consigue convertirse en el héroe de la historia, sino que también, en este contexto, logra madurar y resolver con eficacia algunas situaciones conflictivas que sus experimentados acompañantes no pudieron controlar.
En una de esas ocasiones, dibujé el mapa de una isla, estaba –creo– elaborada y bellamente colorida; su forma obligó a mi habilidad a ir más allá de lo habitual, contenía muelles que me agradaban como si fueran sonetos y, sin percibir a lo que estaba predestinada, titulé mi realización “La isla del tesoro”. Sé que hay personas a las que no les interesan los mapas, algo que me resulta difícil de creer. Los nombres, los contornos de los bosques, los cursos de caminos y ríos, las marcas prehistóricas del hombre claramente discernibles a lo alto y lo bajo de las colinas y valles, los molinos y las ruinas, las fuentes y los trayectos, tal vez la Standing Stone o el Círculo de los Druidas en el brezal; he aquí una interminable fuente de interés para todo hombre con ojos para ver o una mínima imaginación con la que poder entender. No hay niño que no recuerde haber apoyado su cabeza sobre el pasto en medio de una selva diminuta y haber contemplado que se llena de ejércitos de hadas.
De un modo parecido, mientras me detenía en el mapa de “La isla del tesoro”, empezaban a hacerse visibles entre bosques imaginarios los futuros personajes del libro. Sus rostros morenos y sus brillantes armas saltaban hacia mí desde rincones inesperados, mientras iban de aquí para allá, peleando y buscando tesoros dentro de esas escasas pulgadas del dibujo en dos dimensiones. De lo siguiente que tomé conocimiento fue que tenía unos papeles ante mí y estaba escribiendo una lista de capítulos