podría hoy ocurtir una evolucion quimica cómo la que se postulaba en la tierra primitiva?
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Entre todos los grandes retos científicos y filosóficos, el origen de la vida sigue representando una de las mayores incógnitas de la humanidad. Si bien es cierto que, por mucho tiempo, este enigma fue exclusivo de la teología, la metafísica y la filosofía. Para el hombre del medievo, una visión ordenada y jerárquica del mundo probablemente era la única explicación posible sobre la creación dentro del orden natural de las cosas. Dentro de esta concepción tan bien reflejada en El paraíso perdido de Milton (2008), la ciencia aparece como un telón de fondo que enmarca el estado caótico de los cuatro elementos griegos: agua, aire, tierra y fuego, como precursores del origen del mundo (figura 1). Incluso la cosmovisión moderna lleva la idea implícita de que “el orden nació del caos…”, que los sistemas abiertos se ordenan a expensas de un desorden que termodinámicamente tiende a la disipación y al aumento entrópico. Ciertamente, algunas décadas y siglos de especulaciones, observaciones experimentales y un contexto sociocultural propicio tuvieron que transcurrir antes de que el estudio científico del origen de la vida pudiera tener cabida en las universidades. Entre los experimentos clave para el desarrollo de este campo se encuentra la síntesis abiótica (es decir, sin la intervención de seres vivos) de la urea, uno de los compuestos orgánicos más familiares. Dicha síntesis orgánica fue realizada en condiciones de laboratorio por Friedrich Whöler (1828) a partir de cloruro amónico y cianato de plata (Whöler, 1828), marcando así el desarrollo de la química orgánica. Más de treinta años después A. Bútlerov demostró la formación de azúcares (Bútlerov, 1861) en agua calcárea a partir de formaldehído, hoy conocida como la reacción de la formosa. Pocos años después, los trabajos de Louis Pasteur sobre la putrefacción (1892) invalidaron la teoría de la generación espontánea (De Kruif, 2014) y del “principio vital”, idea que suponía que se generaban seres vivos en el aire. Pero no fue sino hasta principios del siglo XX cuando el estudio científico del origen de la vida surgió como un campo serio y formal gracias a la publicación del Origen de la vida, del bioquímico ruso Aleksander Ivanovich Oparin (publicado en ruso como un pequeño libro en 1924, luego en 1936 y en inglés en 1938; Miller, Schopf y Lazcano, 1997). En este libro Oparin argumentaba que durante el proceso evolutivo de la Tierra debieron formarse sustancias orgánicas diversas en las aguas de un océano primitivo (los ladrillos y cementos como él los llamó) por reacciones de condensación, polimerización y reacciones de óxido-reducción que eventualmente formaron enjambres moleculares; éstos, a su vez, se organizaron en estructuras coloidales llamadas coacervados, precursores de los primeros seres vivos (Oparin, 1995). Aunque para muchos el enfoque químico contenía todas las respuestas, la propuesta original de Oparin implicaba sistemas precelulares de gran complejidad enzimática y un alto grado de organización celular. Un concepto subyacente en esta teoría del origen de la vida son las llamadas “propiedades emergentes” y el aumento de complejidad, entendida como el aumento en la regulación de los mecanismos de ensamble y organización. Las llamadas propiedades emergentes de un sistema son distintas a las propiedades de los componentes individuales y resultan de las interacciones entre sus partes; es decir, aquellos atributos que claramente ponen de evidencia que el todo es mayor que la suma de sus partes. En tanto que los procesos emergentes son los que resultan de la interacción simultánea y a veces azarosa de los componentes de un sistema (Talanquer, 2006).