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La odisea de una obraCultura11 Abr 2013 - 9:53 PMJuan David Torres Duarte

De su esposa hasta Adolf Hitler, esta obra del pintor holandés ha pasado de mano en mano por siglos. Hoy es una de las más vistas en el Museo de Viena.

‘El arte de la pintura’, compuesta por Johannes Vermeer entre 1665 y 1666.

Murió pobre Johannes Vermeer. Cuarenta y tres años tenía y once hijos cuando en diciembre de 1675 lo tomó una fiebre; día y medio después murió; fue enterrado, con la tesis de que las copiosas deudas habían producido aquellas fiebres, el 15 de ese mismo mes. Como vendedor de arte y pintor que era había caído en desgracia; a su muerte dejó a su esposa, además de la crianza de los hijos, una casa con ocho habitaciones en Delft y un taller con dos sillas, tres paletas, diez lienzos, un escritorio, una mesa de roble, un armario y otras pertenencias poco dignas de registro ante los notarios de la época. Las propiedades fueron vendidas, también las pinturas. Vermeer, de padre mercante y madre sin oficio conocido, era pintor por encargo y, de tanto en tanto, articulaba sus propias imágenes. Pereció, y dado que era conocido en un círculo limitado, su obra se perdió entre los meandros del arte que la sucedió, desapareció de aquel período que los críticos bautizaron Época de Oro de la pintura holandesa. Y sólo vino a reaparecer en el siglo XIX, cuando el crítico Théophile Thoré-Bürger la catalogó en la Gaceta de las Bellas Artes en 1866.

Fue en ese momento que una de sus obras máximas, nominada de variopintas maneras pero en general referida como El arte de la pintura, fue reconocida como parte de su canon. Y fue en ese momento cuando, erigida la figura de Vermeer como una de las esenciales de la pintura holandesa, los críticos y aficionados dieron cuenta de un detalle en apariencia baladí: que, a pesar de la pobreza y la necesidad y de la indiferencia económica, Vermeer guareció aquella pintura entre sus pertenencias hasta el día de su muerte.

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Legada a su esposa junto con otras 18 obras, El arte de la pintura pasó a manos de la madre de aquélla, María Thins. Era quizá el único modo de permanecer con la obra de su esposo; los deudores, representados por el Estado, reclamarían parte de las ganancias de dichos cuadros para saldar cuentas y Thins era una católica acaudalada. Anthonie van Leeuwenhoek, afamado científico y por demás representante del Estado, sentenció que el traspaso era ilegal. Los registros de la disputa, si existen, no han sido encontrados. De seguro la obra de Vermeer terminó en propiedad ajena por ese tiempo.

Entre 1677, cuando Thins recibió las pinturas, y 1722, el paradero de la obra es desconocido. De ese modo, la historia de su recorrido en el siglo XVIII hace parte de una pintoresca especulación: el barón Gerard van Swieten, fallecido en 1722, la habría comprado, dada su afición al arte; por ese tiempo la obra fue atribuida de manera falsa a Pieter de Hooch, contemporáneo de Vermeer, pues alguien había puesto su firma en ella; el barón van Swieten, entonces, la habría legado a su hijo, Gottfried van Swieten, también con título de barón, que la registraba entre su colección personal en 1803.

Y vuelve aquí la certeza. El conde Johann Rudolf Czernin, dueño de extensas tierras en Praga y Viena, la adquirió en 1813. En aquella tierras, cerca de su muerte, el conde Czernin construyó una galería pública con las obras de su propiedad y un palacio en Viena; la fama de Vermeer, cuya autoría sobre la obra ya había sido descubierta por el crítico Théophile Thoré-Bürger, creció. Se oyeron entonces voces de ánimo que admiraban el uso de la luz, la textura de los escenarios de las pinturas de Vermeer —espacios en su mayoría interiores y plenos de detalles— y su fijación por los hechos cotidianos. De El arte de la pintura admirarían, como muchos comentaristas en el siglo XX, la exposición de los objetos de un modo preciso, junto con la alegoría a la musa de la historia, Clío, que sostiene un libro y una trompeta alargada. Otros desglosarían los efectos del cuadro dentro del cuadro, la pintura dentro de la pintura. “La luz disminuye los contrastes y atenúa la diferencia jerárquica de las cosas —escribe Hermann Ulrich en Jan Vermeer: el arte de pintar—, de manera que tanto las cosas simples y triviales como las valiosas y las significativas pueden participar”. Vermeer, cuyo rostro apenas se sospecha en algún supuesto autorretrato, solía poner la pintura en la entrada de su taller —tal vez muy parecido al que retrata en ella—, para demostrar, hábil, cuánta astucia y genio poseía como pintor. Era la carta de garantía para sus clientes.




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