Necesitó una epopeya de amistad
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La más antigua novela que conocemos, la Epopeya de Gilgamesh, relato sumerio-babilonio de en torno a cuatro mil años de antigüedad, contiene ya profundas reflexiones acerca de la condición humana, en especial acerca de la amistad y de la muerte: El tiránico rey de Uruk, Gilgamesh, estaba acostumbrado a violentar caprichosamente a sus súbditos, hasta que los dioses, apiadándose de ellos, crean a Enkidú, un hombre salvaje que “con las gacelas tasca la hierba, con la manada se echa a beber en el estanque, y con las bestias en el agua alegra su corazón”. Gilgamesh, para atraerle a la ciudad, envía al campo a una prostituta sagrada. Cuando el montaraz Enkidú yace con ella, se transforma: ya las gacelas y las demás bestias le huyen, y él pierde mucha de su prodigiosa fuerza. “¡Eres hermoso, Enkidú, pareces un dios! –le dice ella- ¿Por qué con las bestias has de correr por el campo? Anda, deja que te lleve a Uruk-el-Redil…” Así llega a Uruk, como rival del tirano. Pero cuando Enkidú se enfrenta a Gilgamesh lo que ocurre no es que uno vence al otro, sino que se convierten en amigos inseparables. Juntos van al bosque de los Cedros a matar al terrible monstruo Huwawa. Son dos raros héroes: lloran y tiemblan de temor, se consuelan uno a otro cariñosamente, y se hacen reflexiones como esta: “Tomó la palabra Gilgamesh y habló así a Enkidú: ¿Quién puede alcanzar el cielo, amigo mío? Solo los dioses moran con Samash en el cielo, eternamente. La humanidad tiene sus días contados…, todo cuanto hace es viento”. Una vez que matan al monstruo, Gilgamesh, tras haber despreciado el amor de la altiva diosa Ishtar, y, en compañía de su inseparable amigo Enkidú, mata al Toro que el dios del Cielo, Anu, creó para satisfacer la sed de venganza de la diosa, su hija. Como castigo a tal sacrilegio, Enkidú enferma, cae en delirios, queda postrado unos días en cama, y al fin muere. Gilgamesh le dedica una de las más tremendas elegías jamás escritas y lloradas, y le ofrece el más emotivo de los duelos: “Le tocó el corazón y no latía. Como a una esposa cubrió el rostro de su amigo. Como águila se revolvía en torno suyo. Como leona que ha perdido a sus cachorros, no cesaba de ir de un lado a otro. Se arrancaba mechones de cabello y los soltaba…” Entonces Gilgamesh cae en una profunda meditación sobre la muerte y decide emprender su mayor aventura, su viaje existencial: buscar la planta de la inmortalidad, que solo conoce Utanapíshtim, el hombre del Diluvio: “Por su amigo, Enkidú, Gilgamesh lloraba amargamente y erraba por la estepa. ¿No moriré acaso yo también como Enkidú? Me ha entrado en el vientre la ansiedad…”. Recorre toda la tierra, hasta llegar, exhausto y enjuto, ante Siduri, la tabernera que habita junto al océano cósmico. Ella le advierte: “No hay, Gilgamesh, paso para ese país. Nadie, desde que el mundo existe, ha atravesado el Océano”. Pero el héroe no ceja, hasta que el barquero Urshanabí (el Cancerbero sumerio) le cruza hasta Utanapíshtim, el único hombre al que los dioses concedieron la inmortalidad. Este no deja de dedicarle una reflexión acerca de la fugacidad de la vida: “A la muerte nadie le ha visto la cara. A la muerte nadie le ha oído la voz. Pero, cruel, quiebra la muerte a los hombres. ¿Por cuánto tiempo construimos una casa? ¿Por cuánto tiempo sellamos los contratos? ¿Por cuánto tiempo los hermanos comparten lo heredado? ¿Por cuánto tiempo perdura el odio en la tierra?... ¿No son acaso semejantes el que duerme y el muerto?”. Pero Utanapíshtim acaba contando a Gilgamesh el secreto de la inmortalidad: una planta que yace en el fondo del océano. Nuestro héroe la consigue coger y emprende su regreso. Pero, mientras bebe agua de una fuente, la Serpiente se la roba. “Entonces Gilgamesh se sentó a llorar. Por sus mejillas corrían las lágrimas. Tomó la mano de Urshanabí, el barquero. ¿para quién, Ursahnabí, se fatigaron mis brazos? ¿Para quién se derramó la sangre de mi corazón? No encontré la felicidad para mí mismo”. Así pues, Gilgamesh no vence a la muerte, acaba conociendo, o reconociendo, que la vida de los humanos es “como humo”. La primera epopeya de la que tenemos recuerdo es una tragedia, una auténtica tragedia: no nos da una visión esperanzadora, como después hará el cristianismo, o, antes, el mito egipcio de Osiris. En tiempos recientes, el filósofo Nietzsche nos dice que no podemos contar con el consuelo de esa inmortalidad que buscó Gilgamesh, pero que, no por ello, tenemos derecho a caer en la desesperación en que cayó él, en su nihilismo ¿Es posible hacerse cargo de una vida humana, con la convicción alegre de que “todo cuando hace el hombre es como humo”?