Necesito un breve resumen del relato Mastodonte de Nicolas Cuello
Respuestas a la pregunta
Explicación:
Hacía muchos días que no nos veíamos. Lucas, mi mejor amigo, dormía absolutamente cubierto por frazadas. Casi como un vampiro. Cuando la exigencia del trabajo modula el tiempo del sueño, los sábados y domingos también me despierto a las 7.
Me quedé en la cama. Me puse auriculares, y empece a escuchar música al palo. No hay manera de que se despierte, pensaba. Leí el diario, leí dos artículos en inglés y respondí un mail pendiente. Eran las 9 y media. Me levanté, y de aburrido limpié el piso otra vez. Hace mucho que no nos veíamos.
Respuesta:
Conversando con la cajera, le entrego las monedas que junto durante la semana. Ella me agradece en su idioma. Sonreímos, hasta que nos interrumpe un grito. Un señor se acerca despacio y le grita: ¡Cuidado! ¡Tené cuidado con este!. Yo desorientado, bajo el volumen a cero. Ella mira hacia un punto vacío, renunciando completamente al entendimiento. “¿No te da miedo? ¡Mirá lo que es este pibe! ¡Un mastodonte!”. Sentí que mis ojos se iban para atrás. Se ponían completamente blancos. No supe qué significaba esa palabra un domingo a la mañana. Mastodonte. La ansiedad empezó a recorrer mi cuerpo a la velocidad de la luz. Traté de buscar imágenes para reponer el sentido de semejante grito, mientras me empezaba a faltar el oxígeno ahorcado por el juicio de un mundo que me enferma, me sentencia, me golpea y me lastima. Mastodonte. Un animal, salvaje, peludo. Mastodonte. Una bestia, peligrosa, hambrienta. Mastodonte. Una criatura solitaria, bruta, sucia. Mastodonte. Una monstruosidad extinta. Incluso, algo imposible de creer. Vuelvo a la situación. Veo la sonrisa de mi agresor acercarse. Abre la boca, y un coro casi ausente de dientes putrefactos me susurra: “¿Te viste pibe? Sos gigante, mirá todo el espacio que ocupas, ya asusta”. Lo empujo con los ojos. Siento que toda mi historia se condensa en mis labios. “¿Qué vas a decirle Nicolás?” Me pregunto. Los océanos que conocí se agolpan en mi ojos. Me sujeto de unas sogas a punto de cortarse, en este barco destruido en el que me siento flotando sobre lagrimas que tienen mi nombre. Miro mis manos, enrojecidas de impotencia. Mi sangre lleva un mensaje a través de la gordura de mi cuerpo. Miro mi cuerpo transformarse. Crezco sin parar, en toda dirección. Tan grande que rompo el techo del mercado. Mi piel se endurece por la frialdad rugosa de una nueva piel. La tristeza de mi rostro me regala dos armas filosas. Dos lagrimas que habían surcado mi rostros dibujan la fuerza intempestiva de mi presencia. Me volví ese animal. Un holograma de mi dolor. Como si fuera un fantasma invocado por un grito ahogado de justicia. Toda mi historia en mis labios. “Hacés bien en tener miedo. Este es mi cuerpo, y la verdadera amenaza es que sea lo que sea que digas, no pienso dejarlo para poder vivir”.
Camino solo a casa. Tiemblo desconcertado. Me siento escapando de una guerra sin fin. Empujo la puerta de mi edificio con fuerza, golpeo los botones del ascensor con desesperación. Quiero desaparecer en el silencio de mi casa. Quiero no ser visto jamás por nadie. Mientras abro la puerta temblando, lo veo a Lucas parado en la cocina. “¿Qué haces?” Le pregunto. Había usado lo poco que había en casa para preparar un desayuno, que con humildad me esperaba en la mesa. “No sabía a donde habías ido, pero te quería sorprender”.
Explicación: