Necesito armar un argumentos sobre el cuento "Los reflejos dorados" de Mario Levrero.
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
Mario Levrero.
Los reflejos dorados.
Me puse el saco, comprobé ante el espejo la pulcritud de mi aspecto, en especial de mi peinado, y avancé por el corredor en dirección a la puerta de calle; eché un vistazo al reloj, supe que tenía quince minutos para llegar a la oficina; podría ir con tranquilidad, aspirando el aire grato de la tarde otoñal, ya que el trayecto entre mi casa y la oficina puede ser cubierto en cuatro o cinco minutos; fue entonces, casi al rozar mi mano el picaporte, cuando se hizo sentir el extraño sonido.
(Un sonido como el que podría producir una pelotita de ping-pong, un poco más grande que las comunes, al rebotar rítmicamente; no debe tenerse en cuenta el ruido del celuloide al chocar contra la baldosa —debe imaginarse el sonido puro, inmediato al choque, y sus ecos—; o un martillo de madera, forrado con género, que golpeara un grueso caño de hierro. El ritmo era regular, alrededor de un segundo entre un sonido y el siguiente, de igual intensidad).
Mi mano se detuvo junto al picaporte y, en forma automática, volví la cabeza hacia un rincón del comedor, detrás del armario. Me acerqué al mueble, pero mientras caminaba iba adquiriendo la convicción de que, en realidad, la fuente del sonido no estaba allí; me agaché, las manos y las rodillas sobre el piso, y miré debajo; en el rincón no había otra cosa que polvo, y ahora el sonido era más distante.
Volví a la puerta, y de nuevo se produjo la ilusión del sonido detrás del armario; entonces me paré junto al mueble y desde este lugar creí localizarlo con exactitud dentro de la mesa del teléfono; fui hasta ella y abrí la puertita, pero sólo hallé la guía telefónica y el lápiz, y tuve la impresión de que, ahora, el sonido venía del cuarto de baño.
Me dije entonces que debería tratarse, con seguridad, de un ruido exterior a la casa; como sucede con los grillos y con los chillidos de las ratas, un espejismo acústico lo hacía escucharse adentro. Salí.
Anduve por el jardín (a decir verdad, no muy bien cuidado) en toda su extensión, caminé incluso por el pedregullo que lo bordea —una estrecha franja—, siempre con el oído atento, luego bordeé las tapias, espiando hacia las casas vecinas; pero no tuve noticias del sonido.
Volví a entrar. Aún antes de cerrar la puerta escuché con nitidez el ritmo que, al parecer, no había sido interrumpido durante mi breve ausencia.
Revisé todas las habitaciones; por fin, adquirí la certeza de que se producía en el altillo.
Hacía tiempo que lo había olvidado; durante mi niñez acostumbraba pasar allí las horas jugando con los desechos amontonados, y en especial con el contenido de dos o tres baúles. Mientras subía con cautela la crujiente escalera, cuya baranda se movía en forma alarmante, un leve sonrojo me cubrió las mejillas al recordar el maniquí; copiaba con bastan