narración de "la nube de lluvia" el cuento
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
No era posible recordar un verano tan caluroso desde
hacía un siglo. En los campos, que se extendían casi sin
vegetación, estaban esparcidos los animales mansos y los
salvajes, exhaustos bajo el calor abrasador.
Una mañana de ese tórrido verano, las calles del pueblo
estaban desiertas: todo aquel que podía, buscaba refugio
en su casa o en cualquier otro lado. Ni a los perros se les
veía andar bajo el sol. El robusto granjero propietario de
las praderas más bajas de la región estaba a la entrada de
su magnífica casona; fumaba, con el sudor cubriéndole
el rostro, de una gran pipa de madera de rosa. Satisfecho,
miraba sonriente hacia una enorme carreta cargada de
heno, que en esos momentos conducían a la era.
Años atrás había adquirido una considerable extensión
de suelo pantanoso a un precio ínfimo. En los últimos
años, cuando tras accidentados esfuerzos las cosechas de
los vecinos se daban muy diezmadas, él veía, en cambio,
cómo su henil se llenaba con la calidez y el aroma de la
siega, mientras en su arca atesoraba genuinos táleros del
rey.
De pie, esa mañana hacía cuentas de lo que podría
ganar con los precios, siempre ascendentes, de su
abundante cosecha.
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—Nadie obtiene nada —murmuró, haciéndose
sombra con la mano y mirando, en dirección de los
caseríos vecinos, hacia la reverberante lejanía—. Ya no
llueve más en el mundo.
Acto seguido se encaminó a su carreta, que en ese
momento era descargada, arrancó un manojo de heno, lo
llevó hacia su ancha nariz y sonrió tan pícaramente como
si pudiera sacar unos táleros más al olfatear el penetrante
aroma.
Entró en seguida al solar una mujer de unos cincuenta
años. La palidez de su cara revelaba sufrimiento. Con el
negro mantón de seda rodeándole el cuello, destacaba
aún más la melancólica expresión de su rostro.
—Buenos días, vecino —dijo, extendiéndole la mano
al granjero para saludarlo—. ¡Qué horno es este, los
cabellos le queman a uno la cabeza!
—¡Que arda, madre Stine, que arda! —replicó él—.
¡Mira tan solo la carreta rebosante de heno! ¡A mí no me
ha de ir tan mal!
—¡Sí, sí, hombre! Usted ya puede reírse, pero ¿qué
será de los demás si todo continúa de esta manera?
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El granjero oprimió con el pulgar el tabaco de su pipa,
la encendió y se puso a arrojar inmensas volutas de humo.
—¿Ve? —dijo él—. Este es el resultado de ser precavido.
Siempre se lo dije a su difunto esposo; él lo sabía muy
bien. ¿Por qué tendría que haber cambiado sus tierras
bajas? Ahora tiene las tierras altas, donde los sembradíos
se secan y el ganado se consume.
Explicación:
La mujer suspiró.
El robusto hombre se puso de pronto condescendiente.
—Pero, madre Stine —le dijo a la mujer—, ya me doy
cuenta de que no ha venido aquí solamente por venir.
Cuénteme, ¿qué le aflige?
La viuda clavó la mirada en el suelo.
—Sabe bien —le dijo ella— que los cincuenta táleros
que me ha prestado debo devolvérselos para el Día de
San Juan, y ese día ya está cerca.
El campesino posó la mano sobre el hombro de la
mujer.
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—¡No se preocupe por ahora, mujer! No necesito el
dinero, no soy un hombre que viva al día. A cambio, usted
puede darme sus terrenos como prenda; ciertamente
no son de los mejores, pero por esta ocasión me serán
razonablemente buenos. El sábado podemos ir ante el
juez.
La afligida mujer volvió a suspirar.
—Pero eso causará nuevos gastos —le dijo—. Aunque,
de todos modos, le doy las gracias.
El granjero no había dejado de mirarla con sus
cautelosos y pequeños ojos, luego de lo cual pasó a decir:
—Ya que estamos aquí, quiero decirle también que
Andrés, su hijo, ¡pretende a mi hija!
—¡Ay, Dios, vecino, pero si los niños han crecido
juntos!
—Eso es posible, mujer, pero si el muchacho piensa
que puede cortejar a mi hija guiado por el interés de la
finca, ¡entonces ha hecho sus cuentas sin mí!
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La débil mujer se irguió un tanto y lo miró con la rabia
asomando a los ojos.
—¿Qué tiene que criticar a mi Andrés? —dijo ella.
—¿A su Andrés, señora Stine?... ¡Pues nada, por cierto!
Pero... —y pasó la mano por encima de la botonadura de
plata de su roja chaqueta— se trata de mi hija, y la hija
del dueño de las praderas puede aspirar a algo mejor.
—¡No sea tan obstinado, vecino! —le dijo con
voz suave la mujer—. Antes de que llegaran los años
calurosos...
—Pero han llegado, y aún campean en estas tierras. Es
más, en el presente año no hay perspectivas de que reúna
una sola cosecha en el granero. De manera que su granja
va año con año de mal en peor.
La mujer se detuvo en una profunda reflexión, parecía
haber escuchado apenas las últimas palabras.
—Sí —dijo ella—, usted puede por desgracia tener
razón.
OJALA TE SIRVA MI RESPUESTA.