muerte constante Más allá del amor
Respuestas a la pregunta
Respuesta:La Los riesgos de enamorarse
Explicación:
muerte constante Más allá del amor
Al senador Onésimo Sánchez le faltaban seis meses y once días para: morirse
cuando encontró a la mujer de su vida. La conoció en el Rosal del Virrey, un
pueblecito ilusorio que de noche era una dársena furtiva para los buques de altura
de los contrabandistas, y en cambio a pleno sol parecía el recodo más inútil del
desierto, frente a un mar árido y sin rumbos, y tan apartado de todo que nadie
hubiera sospechado que allí viviera alguien capaz de torcer el destino de nadie.
Hasta su nombre parecía una burla, pues la única rosa que se vio en aquel pueblo la
llevó el propio senador Onésimo Sánchez la misma tarde en que conoció a Laura
Farina.
Fue una escala ineludible en la campa—a electoral de cada cuatro a—os. Por
la mañana habían llegado los furgones de la farándula. Después llegaron los
camiones con los indios de alquiler que llevaban por los pueblos para completar
las multitudes de los actos públicos. Poco antes de las once, con la música y los
cohetes y los camperos de la comitiva, llegó el automóvil ministerial del color del
refresco de fresa. El senador Onésimo Sánchez estaba plácido y sin tiempo dentro
del coche refrigerado, pero tan pronto como abrió la puerta lo estremeció un
aliento de fuego y su camisa de seda natural quedó empapada de una sopa lívida, y
se sintió muchos años más viejo y más solo que nunca. En la vida real acababa de
cumplir 42, se había graduado con honores de ingeniero metalúrgico en Gotinga, y
era un lector perseverante aunque sin mucha fortuna de los clásicos latinos mal
traducidos. Estaba casado con una alemana radiante con quien tenía cinco hijos, y
todos eran felices en su casa, y él había sido el más feliz de todos hasta que le
anunciaron, tres meses antes, que estaría muerto para siempre en la próxima
Navidad.
Mientras se terminaban los preparativos de la manifestación pública, el
senador logró quedarse solo una hora en la casa que le habían reservado para
descansar, Antes de acostarse puso en el agua de beber una rosa natural que había
conservado viva a través del desierto, almorzó con los cereales de régimen que
llevaba consigo para eludir las repetidas fritangas de chivo que le esperaban en el
resto del día, y se tomó varias píldoras analgésicas antes de la hora prevista, de
modo que el alivio le llegara primero que el dolor. Luego puso el ventilador
eléctrico muy cerca del chinchorro y se tendió desnudo durante quince minutos en
la penumbra de la rosa, haciendo un grande esfuerzo de distracción mental para no
pensar en la muerte mientras dormitaba. Aparte de los médicos, nadie sabía que
estaba sentenciado a un término fijo, pues había decidido padecer a solas su
secreto, sin ningún cambio de vida, y no por soberbia sino por pudor.
Se sentía con un dominio completo de su albedrío cuando volvió a aparecer
en público a las tres de la tarde, reposado y limpio, con un pantalón de lino crudo y
una camisa de flores pintadas, y con el alma entretenida por las píldoras para el
dolor. Sin embargo, la erosión de la muerte era mucho más pérfida de lo que él
suponía, pues al subir a la tribuna sintió un raro desprecio por quienes se
disputaron la suerte de estrecharle la mano, y no se compadeció como en otros
tiempos de las recuas de indios descalzos que apenas si podían resistir las brasas de
caliche de la placita estéril. Acalló los aplausos con una orden de la mano, casi con
rabia, y empezó a hablar sin gestos, con los ojos fijos en el mar que suspiraba de
calor. Su voz pausada y honda tenía la calidad del agua en reposo, pero el discurso
aprendido de memoria tantas veces machacado no se le había ocurrido por decir la
verdad sino por oposición a una sentencia fatalista del libro cuarto de los recuerdos
de Marco Aurelio.