me pueden ayudar a hacer un ensayo sobre el maltrato animal
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Ensayo sobre el Maltrato Animal
Por un lado, reconocemos en ellos a nuestros compañeros en este extraño viaje que es la vida; pero al mismo tiempo los vemos casi como objetos, es decir, como seres inferiores a nuestra entera disposición, para saciar con ellos no solo nuestra hambre y nuestra necesidad, sino también nuestras ambiciones y la crueldad interminable que caracteriza a nuestra especie.
Sin embargo, nunca antes en la historia de nuestra especie tuvimos tanta injerencia sobre el destino de los animales como ahora. No solo porque la destrucción ecológica amenaza el hábitat de millones de especies, lo cual de por sí es bastante grave; sino porque criamos a numerosas especies domésticas a nuestro antojo, sometiéndolas en muchos casos a una existencia breve y dolorosa dentro del circuito industrial alimenticio.
el consumo de alimentos en las sociedades urbanas modernas, en las que la carne “aparece” en la tienda, sin que sepamos ni nos preguntemos de dónde viene y de qué manera. Esto es algo que saben muy bien los movimientos veganos y de defensa de los animales: el distanciamiento entre el consumo y la muerte del animal es clave en la sensibilidad contemporánea.
Animales protegidos y animales sacrificados
Esto no quiere decir que a los ciudadanos contemporáneos nos resulten indiferentes los sufrimientos animales; de hecho, es posible que seamos mucho más sensibles al respecto que las generaciones rurales, criadas en contacto estrecho con el sacrificio de aves de corral y de animales de cría para comer. Sin embargo, estos últimos poseen una mayor conciencia de lo que implica el consumo de la carne animal: han visto directamente de dónde proviene y cómo se obtiene, y ello puede implicar, paradójicamente, un mayor grado de respeto por la vida.
No ocurre lo mismo en las sociedades urbanas, que crecen de espaldas a la existencia de los animales sacrificados. Es común que al preguntarle a un niño citadino de dónde provienen las chuletas, responda que del supermercado. Ello se debe a que en su mundo existen los animales domésticos o de compañía, con los que desarrolla un nexo empático profundo: gatos, perros, incluso aves y peces que cohabitan el hogar y que forman parte (si bien accesoria) de la familia. La idea de que algunos animales sean dignos de preservar y cuidar, y otros en cambio deban usarse como producto industrial es, en el fondo, contraria a la empatía, de entrada inaceptable.
De hecho, la crueldad animal está tipificada en numerosos órdenes jurídicos modernos, pero casi siempre circunscrita a los animales domésticos y empáticos, o sea, a los animales protegidos. La imagen de un hombre apaleando a un perro, o de jóvenes encerrando un gato en la lavadora pueden resultarnos indignantes y casi siempre abrigamos la esperanza de que se haga justicia, o sea, que las leyes amparen al sujeto indefenso, esto es, al animal. Pero si los mismos criterios se aplicaran a la industria cárnica, aviar o piscícola, es probable que ninguna quedase en pie: las condiciones de hacinamiento, maltrato continuo, abandono y enfermedad en que viven los animales de los que nos alimentamos son de público y notorio conocimiento.
El dilema de la crueldad
La crueldad está definida, al menos según el diccionario de la lengua, como “inhumanidad, fiereza de ánimo, impiedad”. El primero de dichos conceptos no deja de ser paradójico, pues la crueldad, como tal, es exclusiva del ser humano. No hay crueldad en la naturaleza, si bien de por sí puede resultarnos implacable: el depredador devora a su presa sin ningún remordimiento y sin cuestionarse sobre su dolor, porque ese es el camino hacia su propia supervivencia. Pero sin tampoco obtener un disfrute particular al respecto. Los animales son amorales: hacen lo que hacen guiados por su instinto, sin elección, sin debates internos.
El ser humano, en cambio, está dotado de conciencia y de la capacidad para imaginar las consecuencias de sus actos, y de empatizar con el sufrimiento de otros seres vivos, humanos o no. Por ende, la indiferencia ante el dolor ajeno le pertenece de manera exclusiva y es un claro indicio de que algo anda mal en los aspectos mentales. No en vano la crueldad hacia los animales es tomada como un síntoma claro y reconocible de trastornos de la personalidad en adultos y adolescentes.
Entonces, si estamos dispuestos a sancionar la crueldad individual, y a compadecernos del sufrimiento de un ser vivo que sufre tal y como sufrimos nosotros, ¿Cómo es que el maltrato animal es tolerable cuando se da en términos industriales? ¿Por qué no suscita la misma indignación, por qué no es perseguido activamente por la ley? Y, para finalizar, una pregunta mucho más preocupante todavía: ¿Qué dice de nosotros, como civilización, que estemos dispuestos a convivir felizmente con el sufrimiento masivo, continuo y total de millones de seres vivientes, con el único propósito de consumir su carne, su piel o de probar en sus cuerpos indefensos nuestros productos cosméticos?
Por un lado, reconocemos en ellos a nuestros compañeros en este extraño viaje que es la vida; pero al mismo tiempo los vemos casi como objetos, es decir, como seres inferiores a nuestra entera disposición, para saciar con ellos no solo nuestra hambre y nuestra necesidad, sino también nuestras ambiciones y la crueldad interminable que caracteriza a nuestra especie.
Sin embargo, nunca antes en la historia de nuestra especie tuvimos tanta injerencia sobre el destino de los animales como ahora. No solo porque la destrucción ecológica amenaza el hábitat de millones de especies, lo cual de por sí es bastante grave; sino porque criamos a numerosas especies domésticas a nuestro antojo, sometiéndolas en muchos casos a una existencia breve y dolorosa dentro del circuito industrial alimenticio.
el consumo de alimentos en las sociedades urbanas modernas, en las que la carne “aparece” en la tienda, sin que sepamos ni nos preguntemos de dónde viene y de qué manera. Esto es algo que saben muy bien los movimientos veganos y de defensa de los animales: el distanciamiento entre el consumo y la muerte del animal es clave en la sensibilidad contemporánea.
Animales protegidos y animales sacrificados
Esto no quiere decir que a los ciudadanos contemporáneos nos resulten indiferentes los sufrimientos animales; de hecho, es posible que seamos mucho más sensibles al respecto que las generaciones rurales, criadas en contacto estrecho con el sacrificio de aves de corral y de animales de cría para comer. Sin embargo, estos últimos poseen una mayor conciencia de lo que implica el consumo de la carne animal: han visto directamente de dónde proviene y cómo se obtiene, y ello puede implicar, paradójicamente, un mayor grado de respeto por la vida.
No ocurre lo mismo en las sociedades urbanas, que crecen de espaldas a la existencia de los animales sacrificados. Es común que al preguntarle a un niño citadino de dónde provienen las chuletas, responda que del supermercado. Ello se debe a que en su mundo existen los animales domésticos o de compañía, con los que desarrolla un nexo empático profundo: gatos, perros, incluso aves y peces que cohabitan el hogar y que forman parte (si bien accesoria) de la familia. La idea de que algunos animales sean dignos de preservar y cuidar, y otros en cambio deban usarse como producto industrial es, en el fondo, contraria a la empatía, de entrada inaceptable.
De hecho, la crueldad animal está tipificada en numerosos órdenes jurídicos modernos, pero casi siempre circunscrita a los animales domésticos y empáticos, o sea, a los animales protegidos. La imagen de un hombre apaleando a un perro, o de jóvenes encerrando un gato en la lavadora pueden resultarnos indignantes y casi siempre abrigamos la esperanza de que se haga justicia, o sea, que las leyes amparen al sujeto indefenso, esto es, al animal. Pero si los mismos criterios se aplicaran a la industria cárnica, aviar o piscícola, es probable que ninguna quedase en pie: las condiciones de hacinamiento, maltrato continuo, abandono y enfermedad en que viven los animales de los que nos alimentamos son de público y notorio conocimiento.
El dilema de la crueldad
La crueldad está definida, al menos según el diccionario de la lengua, como “inhumanidad, fiereza de ánimo, impiedad”. El primero de dichos conceptos no deja de ser paradójico, pues la crueldad, como tal, es exclusiva del ser humano. No hay crueldad en la naturaleza, si bien de por sí puede resultarnos implacable: el depredador devora a su presa sin ningún remordimiento y sin cuestionarse sobre su dolor, porque ese es el camino hacia su propia supervivencia. Pero sin tampoco obtener un disfrute particular al respecto. Los animales son amorales: hacen lo que hacen guiados por su instinto, sin elección, sin debates internos.
El ser humano, en cambio, está dotado de conciencia y de la capacidad para imaginar las consecuencias de sus actos, y de empatizar con el sufrimiento de otros seres vivos, humanos o no. Por ende, la indiferencia ante el dolor ajeno le pertenece de manera exclusiva y es un claro indicio de que algo anda mal en los aspectos mentales. No en vano la crueldad hacia los animales es tomada como un síntoma claro y reconocible de trastornos de la personalidad en adultos y adolescentes.
Entonces, si estamos dispuestos a sancionar la crueldad individual, y a compadecernos del sufrimiento de un ser vivo que sufre tal y como sufrimos nosotros, ¿Cómo es que el maltrato animal es tolerable cuando se da en términos industriales? ¿Por qué no suscita la misma indignación, por qué no es perseguido activamente por la ley? Y, para finalizar, una pregunta mucho más preocupante todavía: ¿Qué dice de nosotros, como civilización, que estemos dispuestos a convivir felizmente con el sufrimiento masivo, continuo y total de millones de seres vivientes, con el único propósito de consumir su carne, su piel o de probar en sus cuerpos indefensos nuestros productos cosméticos?
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