Informática, pregunta formulada por frankhectorolmeda, hace 3 meses

me asen un resumen de este párrafo
I. El viejo
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Infundía respeto, a pesar de su anticuada y sucia apariencia. Las personas principales del Cuzco lo saludaban seriamente. Lle vaba siempre un bastón con puño de oro; su sombrero, de angosta ala, le daba un poco de sombra sobre la frente. Era incómodo acompañarlo, porque se arrodillaba frente a todas las iglesias y capillas y se quitaba el sombrero en forma llamativa cuando saludaba a los frailes.
Mi padre lo odiaba. Había trabajado como escribiente en las haciendas del viejo: “Desde las cumbres grita, con voz de condenado, advirtiendo a sus indios que él está en todas partes. Almacena las frutas de las huertas, y las deja pudrir; cree que valen muy poco para traerlas a vender al Cuzco o llevarlas a Abancay y que cuestan demasiado para dejárselas a los colonos. ¡Irá al infierno!”, decía de él mi padre.
Eran parientes, y se odiaban. Sin embargo, un extraño pro yecto concibió mi padre, pensando en este hombre. Y aunque me dijo que viajábamos a Abancay, nos dirigimos al Cuzco, desde un lejanísimo pueblo. Según mi padre, íbamos de paso. Yo vine anhelante, por llegar a la gran ciudad. Y conocí al Viejo en una ocasión inolvidable.
Entramos al Cuzco de noche. La estación del ferrocarril y la ancha avenida por la que avanzábamos lentamente, a pie, me sorprendieron. El alumbrado eléctrico era más débil que el de algunos pueblos pequeños que conocía. Verjas de madera o
. Indios que pertenecen a las haciendas.
de acero defendían jardines y casas modernas. El Cuzco de mi padre, el que me había descrito quizá mil veces, no podía ser ese. Mi padre iba escondiéndose junto a las paredes, en la sombra. El Cuzco era su ciudad nativa y no quería que lo reco nocieran. Debíamos de tener apariencia de fugitivos, pero no veníamos derrotados sino a realizar un gran proyecto. —Lo obligaré. ¡Puedo hundirlo! —había dicho mi padre. Se refería al Viejo.

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Contestado por mjade305698
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Respuesta

Las personas principales del Cuzco lo saludaban seriamente. Mi padre lo odiaba. «¡Irá al infierno!», decía de él mi padre. Sin embargo, un extraño pro yecto concibió mi padre, pensando en este hombre.

Y aunque me dijo que viajábamos a Abancay, nos dirigimos al Cuzco, desde un lejanísimo pueblo. Según mi padre, íbamos de paso. Entramos al Cuzco de noche. El Cuzco de mi padre, el que me había descrito quizá mil veces, no podía ser ese.

Mi padre iba escondiéndose junto a las paredes, en la sombra. El Cuzco era su ciudad nativa y no quería que lo reco nocieran.

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