Los gobernantes de Colombia son precursores de la violencia?
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Más allá de los debates electorales actuales, Colombia necesita un gran acuerdo nacional para desarraigar de forma urgente la violencia estructural que enfrentan algunos territorios del país y garantizar los derechos humanos, sobre todo de aquellas poblaciones que han sido históricamente marginalizadas y abandonadas por el estado. Este acuerdo debe convertirse en una política sistemática de Estado, y no puede seguir siendo un asunto que dependa de la voluntad política de los gobernantes de turno.
El Estado colombiano ha fallado en reconocer, y en consecuencia actuar, que en regiones como Chocó, Cauca, Catatumbo y Nariño, entre otras, las dinámicas del conflicto armado se han perpetuado y la población civil continúa sumida en medio de una perversa y generalizada violencia, y del vacío de presencia estatal. Tras más de cincuenta años de guerra, Colombia aún está en deuda con las más de siete millones de víctimas que aún están a la espera de justicia, reparación integral de los perjuicios sufridos, y el restablecimiento de sus derechos fundamentales.
En ese sentido, el silencio ante las graves violaciones de los derechos humanos que persisten en el país no puede seguir siendo la constante. Más aún, cuando las víctimas principales continúan siendo las comunidades afrodescendientes y los pueblos Indígenas, despojadas de sus territorios y recursos.
Las cifras sobre desplazamiento forzado y asesinatos de personas defensoras de los derechos humanos de los primeros meses de este año reflejan como el Estado colombiano continúa negligentemente negando las medidas de protección requeridas para atender la grave crisis, y abordar las necesidades de estas poblaciones, olvidadas hasta en los debates electorales, que sufren la violencia armada.
Desde enero de 2018, Amnistía Internacional ha recibido informes de que por lo menos 150.000 personas han sufrido el desplazamiento forzado - un crimen bajo el derecho internacional. A la vez, la reorganización de los grupos armados parte del conflicto en algunas comunidades las obliga a un confinamiento que violenta sus derechos fundamentales. Los enfrentamientos armados entre las fuerzas de seguridad del Estado, la guerrilla del ELN y grupos paramilitares son una constante en la vida de miles de colombianas y colombianos en territorios rurales, como es el caso de comunidades de pueblos Indígenas del Chocó y Risaralda.
Otras comunidades continúan sumidas en el terror y la angustia de ser víctimas una vez más de enfrentamientos armados, como es el caso de Bojayá y Pogue en Chocó, que demandan que el Estado actúe para garantizar sus derechos humanos y se evite a toda costa repetir una masacre como aquella que enlutó al país en 2002.
Más de 40 personas defensoras de los derechos humanos y líderes y lideresas comunitarios han sido asesinadas en Colombia en lo que va del año, mostrando dinámicas generalizadas de violencia en razón de su labor. Las personas defensoras continúan siendo estigmatizadas y es poca la protección que brinda el Estado ante los ataques y amenazas que sufren en su día a día. A esto se suman los reportes diarios de violencia de género, especialmente la violencia sexual que prevalece contra mujeres, niños y niñas.
El Estado debe comprometerse a eliminar las condiciones que generan esta violencia estructural. Los territorios afrodescendientes e Indígenas no pueden seguir siendo un campo de guerra. Actores armados como el ELN deben respetar el Derecho Internacional Humanitario y comprometerse al cumplimiento del principio de distinción de la población civil en el conflicto, especialmente con aquellas poblaciones que han sufrido por décadas la violencia armada. Los grupos paramilitares no pueden seguir siendo la autoridad en muchas regiones del país con la complicidad o anuencia de agentes del Estado.
Las poblaciones víctimas del conflicto armado en Colombia no pueden seguir esperando que los líderes del gobierno en turno decidan tomar acción para protegerles y para garantizar condiciones de vida digna en sus territorios. Es el momento en el que el Estado en su conjunto reconozca la coyuntura histórica en la que se encuentra y tome acción decidida para que cese la violencia y se garanticen los derechos humanos en cada rincón del territorio nacional. El momento es ahora.
Este artículo fue publicado originalmente por El Espectador
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