LO NECESITO PARA HOY:
ANÁLISIS LITERARIO sobre la aventura venezolana de Mariano Picón Salas
Respuestas a la pregunta
Desde que Andrés Bello, al final de la Colonia, escribía un resumen de la
historia del país, los venezolanos nos hemos inclinado a ver el recuento de
nuestro pretérito como anuncio y vaticinio del porvenir. ¿No es una inmensa,
a veces trágica profecía, toda la obra escrita de Bolívar, que es como el gran himno
que acompaña su acción? Según fuera su marcha por América y los problemas que le
brotaban al paso y que él trataba de someter y vencer como Hércules a sus hidras y
gorgonas, el Libertador podía pasar –y esto es completamente humano– del
entusiasmo al pesimismo. O ¿a dónde nos están llevando los hechos, el sino peculiar
de estos pueblos?, es una pregunta ínsita en todo su pensamiento desde la Carta de
Jamaica hasta la proclama con que se despide de sus conciudadanos en 1830. La
Independencia comenzaba un proceso que –como todos, en el devenir histórico– para
lograr sus fines debía surcar las más varias y tormentosas corrientes de adversidad.
Invocando a Bolívar como el dios tutelar que se llevó temprano la muerte y
vaticinando, también, todos los recursos que nuestro país puede ofrecer al mundo,
viven y padecen muchas generaciones venezolanas durante el siglo XIX. ¿No era un
poco de consuelo en la recatada y desposeída existencia de un Cecilio Acosta que al
par que se queja en una carta de que carecía de dinero para pagar el porte del correo,
se exalta en otro artículo diciendo que “aquí las bestias pisan oro y es pan cuanto se
toca con las manos?” Desde la aflicción de hoy se miraba a la dorada promesa utópica
de mañana. Los venezolanos del siglo XIX y de las dos primeras décadas del siglo
XX –hasta que comenzó a explotarse el vellocino petrolero– vivían mediocremente,
continuamente consternados por el caudillo que “se alzó”, la guerra civil que no
permitía recoger bien las cosechas y la fluctuación de precios en sus escasos
productos de exportación –el café, el cacao, los cueros–; la estrechez de nuestros
presupuestos de entonces, que más que pagar adecuadamente los servicios públicos,
parecían dádivas de hambreados, y una remota esperanza que al fin habría de llegar.
Con los frutos de la tierra, con la democrática caraota, el cazabe y la arepa y el tasajo
llanero y la tacita de café amoroso que despertaba la imaginación, se pasaba la vida y
se conjuraba un futuro lejano y siempre inaccesible.
No hubo en nuestra historia de entonces esos fértiles Dorados que,
especialmente la minería, ofreció a otros países hermanos como México, Chile y Perú,
o la abierta y rápida prosperidad de Argentina. En los años de su cesarismo y cuando
no tenía que vencer a ningún otro general “alzado”, Guzmán Blanco dio su revoque
de yeso, plantó cariátides y metopas en algunos edificios públicos, construyó el paseo
del Calvario, el teatro Municipal y el Capitolio, hizo concursos literarios y
subvencionó compañías de ópera. Con humor y gracia criolla, algunos venezolanos
de fines del siglo XIX podían pensar que nos estábamos civilizando y refinando en
extremo. ¡Pero qué poco era ese yeso arquitectural, las estatuas y motivos decorativos