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No era difícil convivir con Holmes. Resultó hombre de costumbres regulares. Era raro que permaneciese sin acostarse después de las diez de la noche, y para cuando yo me levantaba por la mañana, él había desayunado ya y marchado a la calle. En ocasiones se pasaba el día en el laboratorio de Química; otras veces, en las salas de disección, y de cuando en cuando, en largas caminatas que lo llevaban a los barrios más bajos de la ciudad.
Mi interés por él y mi curiosidad por conocer cuáles eran las finalidades de su vida fueron haciéndose mayores y más profundos a medida que transcurrían las semanas. Hasta su persona misma y su apariencia externa eran como para llamar la atención. Su estatura sobrepasaba los seis pies, y era extraordinariamente enjuto. Tenía la mirada aguda y penetrante; y su nariz, fina y aguileña, le daba un aire de viveza y de resolución. Aunque sus manos tenían siempre borrones de tinta y manchas de productos químicos, estaban dotadas de una delicadeza de tacto extraordinaria, según pude observar con frecuencia viéndole manipular sus frágiles instrumentos de Física.
En el transcurso de la primera semana, más o menos, no recibimos visitas. Pero luego descubrí que tenía gran número de relaciones y que estas pertenecían a las más distintas clases de la sociedad. Una de ellas era un hombrecillo pálido, de cara de rata y ojos negros, que me fue presentado como el señor Lestrade. Cierta mañana llegó de visita una joven elegantemente vestida. Esa misma tarde hizo acto de presencia un visitante andrajoso, de cabeza entrecana. Y su visita fue seguida muy de cerca por la de una mujer anciana en chancletas. Siempre que hacía su aparición alguno de estos personajes estrambóticos, Sherlock Holmes me pedía que le dejase disponer del cuarto de estar y yo me retiraba a mi dormitorio.
—Me es indispensable servirme de esa habitación como oficina de negocios, y estas personas son clientes míos.
—¿Cómo así? —pregunté involuntariamente.
—Pues porque tengo una profesión propia mía. Me imagino que soy el único en el mundo que la profesa. Soy detective consultor. Existen en Londres muchísimos detectives oficiales y gran número de detectives particulares. Siempre que estos señores no dan en el clavo vienen a mí, y yo me las ingenio para ponerlos en la buena pista. Me exponen todos los elementos que han logrado reunir y yo consigo encauzarlos debidamente gracias al conocimiento que poseo de la historia criminal. Existe entre los hechos delictivos un vivo parecido de familia, y si usted se sabe al dedillo un millar de casos, pocas veces deja usted de poner en claro el mil uno. Lestrade es un detective muy conocido. Recientemente, en un caso de falsificación, lo vio todo nebuloso, y eso fue lo que le trajo aquí.
—¿Y los demás visitantes?
—A la mayoría de ellos los envían las agencias particulares de investigación. Se trata de personas que se encuentran en alguna dificultad y que necesitan un pequeño consejo.
—De modo que, según eso, usted es capaz, sin salir de su habitación, de hacer luz en líos que otros son incapaces de explicarse.
—Así es. De cuando en cuando se presenta un caso de alguna mayor complejidad. Cuando eso ocurre, tengo que ver las cosas con mis propios ojos. La facultad de observar constituye en mí una segunda naturaleza. Usted pareció sorprenderse cuando le dije, en nuestra primera entrevista, que había venido usted de Afganistán.
—Alguien se lo habría dicho, sin duda alguna.
—¡De ninguna manera! Yo descubrí que usted había venido de Afganistán. El curso de mi razonamiento fue el siguiente: “He aquí a un caballero que responde al tipo del hombre de Medicina, pero que tiene un aire marcial. Es, por consiguiente, un médico militar. Acaba de llegar de países tropicales, porque su cara es de un fuerte color oscuro, color que no es el natural de su cutis, porque sus muñecas son blancas. Ha pasado por sufrimientos y enfermedad, como lo pregona su cara macilenta. Ha sufrido una herida en el brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de una manera forzada… ¿En qué país tropical ha podido un médico del Ejército inglés resultar herido en un brazo? Evidentemente, en Afganistán”. Toda esta trabazón de pensamientos no me llevó un segundo.
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