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Opinión propia sobre el Golpe de Estado de 1976
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
Sinceramente no sé que más se puede decir de la dictadura militar que se instaló en la Argentina el 24 de marzo de 1976. El balance es la condena al régimen que propició el terrorismo de Estado y transformó al secuestro, la tortura, el robo de bebés, la violación de mujeres, la apropiación de bienes y la desaparición forzada de personas en un perverso hábito político.
La dictadura de Videla no fue la primera que sufrimos los argentinos, pero fue por lejos la más sanguinaria y la más condenada. Nunca hubo tantos muertos y nunca se había cruzado “la línea de sombra” con tanta decisión. El balance histórico es abrumador. Hasta los que la apoyaron hoy se han preocupado por tomar debida distancia.
Pero en marzo de 1976, esta unanimidad en la crítica estaba muy lejos de existir. El gobierno de Isabel era indefendible. Los partidos democráticos de entonces trataban de establecer una abstracta distinción entre gobierno e instituciones. “Llegar al 77 aunque sea con muletas”, decía la UCR. La consigna era muy clara, pero inviable en términos de poder.
Para principios de 1976, los militares y el bloque dominante habían ganado la batalla en la conciencia de la gente: una amplia mayoría de la sociedad no quería saber nada con Isabel y sus colaboradores. Siempre se ha dicho que los golpistas crean las condiciones para tomar el poder. Los golpistas de entonces no actuaron espontáneamente, pero convengamos que tampoco hicieron muchos esfuerzos para desprestigiar a un gobierno que no necesitaba de la ayuda de nadie para desprestigiarse.
Conviene recordar este detalle: las clases propietarias o el bloque burgués dominante apoyó el golpe a través de sus voceros e instituciones. En ese punto no hubo fisuras ni vacilaciones. Habría que discutir si todos esos apoyos eran concientes de que los militares que se hacían cargo del poder estaban decididos a perpetrar una carnicería. Por lo pronto, en aquella Argentina, donde las fuerzas armadas seguían siendo desde 1930 un actor político del sistema, todos estaban de acuerdo en que la experiencia iniciada en 1973 con Cámpora había fracasado y que era necesaria una instancia de orden que, para todos, debía ser militar. El poder rechaza el vacío y cuando la democracia no es capaz de asegurar este principio, los militares lo hacen. Así había sido antes y así debería ser ahora.
Muchos empresarios, políticos e intelectuales suponían que después de una represión más o menos clásica, los militares auspiciarían una salida política más o menos democrática. No hizo falta que transcurriera mucho tiempo para que muchos de esos dirigentes advirtieran que aquel golpe de Estado venía para hacer algo diferente a los anteriores. Ya no se trataba de declarar el Estado de Sitio y detener a sindicalistas o clausurar diarios marxistas. El diagnóstico militar era mucho más radical: estamos ante una sociedad enferma y para sanarla es necesaria una operación que, debido a las urgencias de los tiempos, habrá que realizar sin anestesia. En otras palabras: será dolorosa y correrá mucha sangre. Curiosamente, el diagnóstico de la ultra izquierda era parecido, aunque por razones inversas. Después, a la metáfora de la sociedad enferma la pagaríamos entre todos.
La composición de lugar de los militares poseía su propia lógica, una lógica perversa, pero lógica al fin. Según ellos, durante la década del sesenta habían combatido a la subversión con la ley en la mano. Los principales dirigentes guerrilleros habían sido detenidos legalmente y juzgados. Sin embargo -decían- llegaron los políticos en 1973 y los largaron a todos. Pues bien -concluían- ahora no vamos a cometer el mismo error.
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