la población en Europa y América desde S XVI hasta el 2021 conclusiones
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Respuesta:
El brote de COVID-19 cambió Europa y el mundo en un abrir y cerrar de ojos. Llegó en un momento en el que Europa ya atravesaba un período de profundas transformaciones demográficas y sociales, y tendrá repercusiones duraderas en nuestra forma de vivir y trabajar juntos.
El brote de COVID-19 cambió Europa y el mundo en un abrir y cerrar de ojos. Llegó en un momento en el que Europa ya atravesaba un período de profundas transformaciones demográficas y sociales, y tendrá repercusiones duraderas en nuestra forma de vivir y trabajar juntos.El informe demográfico de la Comisión presenta los principales factores impulsores del cambio demográfico y las repercusiones que tienen en toda Europa. Pone en marcha un proceso que ayudará a determinar medidas y soluciones concretas, en el contexto de las lecciones aprendidas de la COVID-19, para ayudar a las personas, las regiones y las comunidades más afectadas y facilitar su adaptación a la realidad cambiante.
Explicación:
El problema más obvio al que nos enfrentamos es el del medio ambiente. Debido al cambio climático global, el agotamiento de los recursos y la destrucción medioambiental general, las normas que han gobernado nuestro planeta y que han supuesto la base subyacente de nuestra sociedad están cambiado más rápidamente de lo que podemos percibir, con consecuencias que no podemos imaginar. Los resultados podrían ser tan dramáticos como ciudades inundadas, o tan triviales como unas mayores turbulencias en los vuelos transoceánicos. Regiones muy pobladas del mundo se volverán, posiblemente, inhabitables, y los recursos de los que depende la modernidad se volverán más escasos y caros. Los conflictos podrían exacerbarse cada vez más debido a la escasez, y nuestra capacidad para cooperar a escala global podría verse limitada por un impulso hacia la búsqueda de consuelo en la pequeña tribu. Al ir acercándonos a distintos momentos críticos, la pregunta ya no consiste en cómo detener el cambio climático, sino en cómo adaptarse a sus nuevas normas y límites.
Aunque puede que no suponga un guión tan emocionante, el mundo actual también debe temer los riesgos, generados por el hombre. Hoy día, prácticamente todas las personas son, de algún modo, dependientes del flujo continuo de dinero, bienes, cultura y gente, lo que llamamos «globalización». Este proceso ha traído consigo una abundancia inimaginable para muchos, pero con unos costes enormes en cuanto a nuestro sentido global de comunidad, además de para el medio. Esa abundancia se adquiere, además, con una fragilidad creciente de nuestros sistemas básicos de alimentación, financiación y energía. Más que nunca en la historia de la humanidad, dependemos de que otras partes distantes del mundo hagan su trabajo de forma correcta, ya se trate de producir los alimentos que consumimos, hacer funcionar, con una refrigeración costosa, los barcos en los que viajan, y aceptar algún tipo de pago global que mantenga la máquina en funcionamiento. Pero ninguna máquina es perfecta, y a medida que hacemos nuestros sistemas más complejos y conectamos más fuertemente cada parte, nos vemos sujetos a la posibilidad de que la propia red se descomponga y nos deje aislados sin estar preparados para la autosuficiencia.
Buena parte de estos sistemas dependen de unas instituciones funcionales. En una interesante paradoja, el sistema globalizado depende más que nunca de normas y de organizaciones capaces de imponerlas. Los mercados necesitan que los estados los protejan, y esto es tan cierto en el siglo XXI como lo fue en el XVI. El mayor riesgo de catástrofes medioambientales y sobre la salud pública también hace más evidentes las funciones coordinadoras del Estado. Los diques no se construyen ni se mantienen solos. Los actores privados no controlarán las epidemias mediante incentivos particulares. Incluso habiendo perdido parte de su autonomía frente a las fuerzas globales, los estados siguen siendo críticos para asegurar la entrega de servicios, para controlar la violencia y para certificar las identidades personales. Pese a ello, los estados actuales viven en una contradicción: al verse acorralados por fuerzas que escapan a su control, las exigencias impuestas sobre ellos crecen exponencialmente. Por lo tanto, como las globalizaciones redistribuyen el trabajo y los ingresos por todo el mundo, los ciudadanos exigen más protección a sus gobiernos. La pregunta sobre «¿quién manda?» sigue siendo crítica para cualquier sistema social, desde la ciudad individual hasta la red global.
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