La muerte.
El problema filosófico de la muerte no es un tema poco relevante, anclado al pasado, como intentaron sostener algunos pensadores como los fenomenólogos Alfred Schütz o Max Scheler, sino que, por el contrario, constituye uno de los problemas fundamentales en toda la historia de la filosofía, y, por supuesto, sigue siéndolo también en la filosofía contemporánea.
Si la filosofía queda del todo inaugurada por Platón, habrá que tener muy presente que el tema central de una de sus principales obras, Fedón, es precisamente la muerte. La muerte en general, contada a través de la muerte particular de Sócrates, donde el final de la vida se presenta incluso como una ganancia. De ahí que uno de los lemas más célebres del pensamiento antiguo, atribuido a Platón, sea que la filosofía consiste en aprender a morir. Así fue transmitido de Grecia a Roma, al afirmar Cicerón en sus Diputaciones tusculanas que toda vida filosófica es un comentario mortis, es decir, una reflexión sobre la muerte. En este sentido, aprender a morir no es sino aprender a vivir, a vivir bien, incluso sabiendo que la vida es limitada y finita. La afirmación de la muerte, de forma paradójica, se transforma al mismo tiempo en la afirmación de la existencia.
La Muerte Según Jean-Paul Sartre.
Jean-Paul Sartre fue un filósofo, escritor, novelista, dramaturgo, activista político, biógrafo y crítico literario francés, exponente del existencialismo y del marxismo humanista. Para él, la muerte, como el nacimiento, es inesperada y absurda. Se nace sin motivo, se muere por casualidad.
Algunos de nuestros contemporáneos han descrito la muerte como el absurdo supremo de la vida. Para Jean Paul Sartre, la muerte es ruptura, quiebra, límite, caída en el vacío. Lejos de dar un sentido a la vida, le quita toda significación. La muerte le quita al hombre su libertad y anula todas sus posibilidades de realización. Nos arroja como presa a los vivos, a merced de sus juicios. Para Albert Camus, en el centro de la vida está el hombre, con su vida absurda, privada de sentido, llena de dolor y limitada por la muerte. Lo que aparece es la vida que tiende a la plenitud, mientras que la muerte es fuente del absurdo. La vida tiene la primera palabra, pero, la muerte tiene la última. Los millones de suicidas anuales han sacado la misma conclusión: la vida carece de sentido, es, absurda, más vale suprimirla.
El hombre vivo, creyente o no creyente, en su conciencia de ser un muerto en prórroga, no escapa a la tentación de razonar del mismo modo. La prensa, la televisión, el teatro, la novela, el cine no traen más que noticias o imágenes de muerte: guerra civil, genocidio, terrorismo, invasiones brutales, tragedias del aire o de la carretera. ¿Por qué tantas vidas reducidas o segadas en el mismo momento en que iban a fructificar? ¿Por qué tantas enfermedades mortales y no merecidas? ¿Por qué la humanidad, a pesar de sus progresos y de sus técnicas, vuelve a caer en las mismas injusticias, en los mismos crímenes? Esta amenaza de la muerte, como presencia brutal y “puntual”, engendra una psicosis planetaria. En el momento en que conoce la embriaguez del progreso, el hombre está triste, tiene miedo. ¿Es verdad que está trabajando por su destrucción?
¿Es un ser para la muerte o para la vida? Ante esta pesadilla y este escándalo de la muerte, muchos se refugian en el olvido: se divierten, se aturden, se drogan, y mueren por ello. Sin embargo, aunque nos repugna hablar de la muerte, hemos de hablar de ella, ya que la vida tiene el sentido que le damos a la muerte. Si la muerte es para la vida, entonces podemos esperar. Pero si la vida tiene que acabarse en un naufragio total, del cuerpo y de los bienes, entonces la vida misma carece de sentido, porque no desemboca en nada.
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