La inmoralidad del consumo y el maltrato animal Mahatma Gandhi afirmaba que “la grandeza de una nación y su progreso moral pueden juzgarse por la forma en la que trata a los animales”, queriendo decir con ello que la manera en que nos relacionamos con las demás especies es reflejo del grado de refinamiento cultural de nuestras sociedades. Y aunque en principio es fácil estar de acuerdo con el líder indio, no lo es tanto cuando ello implica un cambio radical en nuestros hábitos de vida, como la alimentación, el entretenimiento o el consumo. Las industrias modernas han sido hábiles en escondernos el modo en cual fabrican sus productos: con qué los hacen, de qué manera, cómo los prueban. Y nosotros, consumidores empedernidos, jugamos el mismo juego, dado que en el fondo preferimos no saber. Nos tapamos los ojos frente a la industria alimenticia, cuyos animales son criados en condiciones crueles e insalubres, y después atestados de antibióticos para combatir las infecciones que su propio modelo de vida les genera. Nos tapamos los ojos frente a los laboratorios de testeo de maquillaje, donde animales son obligados a sufrir producto tras producto para que usted o yo podamos usar un champú con enjuague sin correr el riesgo de alguna reacción alérgica, pues ya un centenar de animales las tuvieron en nuestro lugar. Nos tapamos los ojos, porque en el fondo no nos importa, o porque sentimos que no hay nada que hacer, que esa industria implacable es la misma que nos da trabajo, nos lleva el pollo listo al supermercado o nos permite creer que lucimos el mismo peinado que esa estrella de cine que le hace al champú la publicidad. ¿Qué dice esto de nosotros, en los términos de Gandhi? ¿Qué dice sobre nuestra moralidad, nuestra empatía, nuestra visión de la vida más allá de nuestra especie?
Nuestras víctimas animales
No propongo el regreso a las cavernas, ni el más estricto vegetarianismo, ni tampoco una vida enemiga de la higiene y las costumbres sociales de la época. Esos son argumentos con los que a menudo se ridiculiza cualquier intento por pensar en términos morales lo que a todas luces es una realidad monstruosa: tratamos a los animales como mercancía.
Y eso es algo que hace un par de siglos apenas hacíamos también con los seres humanos: los reducimos a la esclavitud. Solo que en el caso de los animales es mucho peor: los empujamos desde que nacen a la minusvalía, a un lugar de inferioridad y padecimiento, porque ni siquiera tienen voz para expresarnos, en términos que queramos entender, que su sufrimiento es idéntico al nuestro. El esclavo al menos poseía la palabra, con la que podía maldecir al amo y jurarle venganza. Nuestras víctimas animales no tienen ni siquiera el consuelo de la rabia.
Que los seres humanos debemos alimentarnos de plantas y animales, es una realidad que para algunos es inescapable. Una práctica, además, que no inventó la modernidad sino que nos acompaña desde que surgimos sobre la faz del planeta y que compartimos, incluso, con los propios animales. No podemos al mismo tiempo considerarnos superiores, ocupar el lugar de mando en el planeta, y tratarlos de un modo que no reservamos ni al más infame de los miembros de nuestra especie.
Si existen derechos humanos, si en verdad los consideramos el fundamento de una existencia moral frente a nuestros semejantes, ¿cómo es que no hemos hecho lo mismo con los derechos universales de los animales, la inmensa mayoría de los cuales sufre como nosotros, siente como nosotros y muere como nosotros?
Eso es algo para lo que el mundo moderno no tiene respuesta.
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