la diferencia de la ciencia y la praxis política
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Toda política requiere, para su adecuada proyección social, de una dimensión normativa. Pero ello no supone (o no debería suponer) la instrumentalización meramente ideológica del Derecho. Las utopías totalitarias del siglo XX (la de la clase, la de la nación y la de la raza) mostraron, sin adornos mayores, la extrema inhumanidad a la cual el pensamiento único puede conducir, y la distorsión de la racionalidad moral y política. Superado desde fines del siglo pasado el llamado Mundo Bipolar, el antagonismo de bloques político-económico-militares, pareciera que la reafirmación de un humanismo jurídico y político sigue siendo un reto. La simple globalización económica no ha cancelado la naturaleza social de la persona humana, ni ha supuesto, como algunos ingenuamente pensaron, la aniquilación de la política ni de la normatividad jurídica como supuestos de una armónica convivencia en la comunidad humana. El economicismo, con una perspectiva tecnocrática, resulta a menudo un nuevo materialismo, connivente con los rezagos de los viejos materialismos, cerrados a toda trascendencia. Frente a determinados fundamentalismos religiosos (que pretenden hacer de la creencia el cimiento de ambiciones de poder) surgen, con igual intolerancia de base, fundamentalismos secularistas que, con fanática alergia contra todo lo trascendente, aspiran, a su modo, a la reingeniería de la creación. Ambos fundamentalismos son fuerzas de regresión y de negación persistente de la dignidad humana. Son fuerzas antagónicas a la ecología humana, al auténtico progreso. Son fuerzas que, en realidad, suponen el retroceso a la barbarie. Sin racionalidad moral es ilusoria la racionalidad política. Y sin racionalidad política el homo homini lupus hobbesiano logra textura de realidad.
Los fundamentalismos contemporáneos no son, pues, una ficción. Son fundamentalismos con fuerza que pretenden la ideologización del Derecho y la imposición política de la barbarie. Así, la barbarie acrítica, utópica y con cierta dosis de degeneración social (por el agresivo rechazo del Derecho natural de algunos de sus más importantes exponentes) parece estar y puede estar —quiera Dios que de veras no esté— muy cerca, históricamente hablando, a la vuelta de la esquina. Su acecho al poder no es un delirio, ni una ficción. Mientras tanto, el ciudadano común se muestra anonadado, torpe, al no encontrar quién le señale opciones ni le abra caminos. Se refleja así, a menudo, la imagen de una sociedad de la desconfianza, en la cual los desconfiados tienen su balandra varada en el mar de los sargazos de la duda. Duda sin claridad. Duda amarga, para la cual todo proyecto cultural y político serio es una sombra inconveniente por la desordenada ambición de los egoísmos. Duda que no alcanza a superar la barrera de los diagnósticos y remedios. Duda, en fin, que se afinca en el cuestionamiento de lo que ha percibido y sufrido como expresión de lo público.
El enraizamiento solo adquiere plenitud en un medio social determinado como consecuencia de una opción no solo política sino prioritariamente moral. El compromiso en pro del bien común supone una areté ciudadana. Los deberes para con Dios y los demás tienen un tiempo, el de la existencia singular, personal y comunitaria que, además, posee siempre un preciso marco histórico. Alguien ha dicho, en el periodo post Guerra Fría, que el tiempo del imaginario moderno es el del mercado financiero. Es un tiempo signado por el momentum y la sincronía, por la simultaneidad de la coyuntura. Así, el tiempo histórico que la deliberación para la búsqueda de los consensos democráticos requiere está cuestionado por la prelación de los instrumentos de la sociedad del conocimiento puestos en función de la dinámica económica. El tiempo político, que es por antonomasia para la deliberación, es el tiempo para la construcción social. No es un tiempo de momentaneidades sino de continuidades. Sin continuidad, sin duración, no hay posibilidad de institucionalidad verdadera.
Se requiere, en la actualidad, una vuelta a la afirmación de valores. Se requiere una política que sea expresión de valores, planteados y defendidos con novedad, claridad y fortaleza. Se requiere una constancia pedagógica en la proclamación y enseñanza de esos valores. Se requiere el arrastre contagioso del testimonio, el ejemplo de rectitud del liderazgo. Ello es así porque el vaciamiento de referencias morales ha sido brutalmente agresivo durante el último medio siglo. Por eso, la historia de las últimas décadas ha tenido una creciente marca antihumana; ha sido progresivamente más cruel.