Investigar sobre la masacre de las bananera
Respuestas a la pregunta
El 12 de noviembre de 1928 estalló una gran huelga en la zona bananera de Santa Marta, una huelga masiva jamás vista en Colombia. Más de 25 000 trabajadores de las plantaciones se negaron a cortar los bananos producidos por la United Fruit Company y por productores nacionales bajo contrato con la compañía. A pesar de tal presión, la United Fruit Company y sus trabajadores no lograron un acuerdo colectivo, la huelga terminó con un baño de sangre: en la noche del 5 de diciembre, soldados colombianos dispararon sobre una reunión pacífica de millares de huelguistas, matando e hiriendo a muchos. Esa terrible noche ha sido grabada en la conciencia de los colombianos por los novelistas Gabriel García Márquez, en su obra Cien años de soledad, quien nació en la zona bananera el mismo año de la huelga, y Álvaro Cepeda Samudio, en su novela La casa grande, y por el dramaturgo Carlos José Reyes, quien cuenta la historia a través de los ojos de un soldado recluta.
Tal vez no exista en la historia del país un hecho tan doloroso y al mismo tiempo tan sometido a los vaivenes de la ficción como lo ocurrido en la noche entre el 5 y 6 de diciembre de 1928 en Ciénaga, Magdalena.
Después de casi un mes de huelga de los diez mil trabajadores de la United Fruit Company, corrió el rumor de que el gobernador del Magdalena se entrevistaría con ellos en la estación del tren de Ciénaga. Era un alivio para los huelguistas, pues no habían recibido del gobierno conservador sino amenazas y ninguna respuesta positiva de la multinacional. Ésta, que había llegado a Colombia en 1899, utilizaba el sistema de subcontratistas, por lo que se lavaba las manos ante las peticiones obreras, como había ocurrido en ocasiones anteriores. Los nueve puntos del pliego petitorio reflejaban, más que un programa revolucionario, la escasa legislación laboral vigente. Con todo, fueron ignorados, salvo en el momento simbólico de escoger el número de muertos reconocidos oficialmente: nueve.
El clima en la zona bananera estuvo más cálido que de costumbre desde el 11 de noviembre en que se lanzó la huelga, la segunda luego de un intento cuatro años antes. Desde el principio hubo brotes de violencia de todos los lados (obreros, agentes de la United y fuerzas armadas), pero no pasaban de escaramuzas aisladas. Por eso los huelguistas acudieron en masa a la estación de Ciénaga al encuentro con el primer funcionario gubernamental que se dignaba hablar con ellos. Como no llegaba, los ánimos se fueron exacerbando, tanto entre manifestantes como entre soldados emplazados en el sitio. Es en este punto del recuento cuando la ficción reemplaza los vacíos de la memoria: que los soldados estaban bebidos, que los trabajadores también; que algunos gritaron consignas patriotas; que no, que vociferaron agresivamente abajos a la multinacional y al gobierno; que desconocieron la orden de desalojo; que nunca la hubo; que la primera bala no la dispararon los militares; que murieron muchos, no sólo nueve; que fueron cientos, cuando no miles; que los llevaban en trenes al mar; en fin, que fue una masacre preparada; no, que fue resultado de las circunstancias...
Lo ocurrido luego también sigue sumido en las brumas del recuerdo, pero las proyecciones históricas son más claras. Ante la respuesta brutal de un gobierno que los trabajadores imaginaban protector de los derechos laborales, se produce la desbandada y una rápida negociación que incluso recorta por mitad los salarios. La indignación obrera se estrelló contra una doble muralla que le impidió sacar frutos de la aciaga experiencia: de una parte, el temor anticomunista del gobierno de Miguel Abadía Méndez (1926-1930) que veía la revolución bolchevique a la vuelta de la esquina; y, su contraparte, la tozuda fe insurreccional heredada de las guerras civiles del siglo pasado y alimentada por las nuevas ideologías de izquierda. El resultado es que ni hubo la temida revolución, ni tampoco cuajó la ansiada insurrección. El aparente empate fue resuelto por un liberalismo reformista que tomó en sus manos el poder para intentar, sin mucho éxito, atemperar los espíritus e institucionalizar el conflicto laboral que era imposible soslayar.
De no ser por el poder de la imaginación, el sacrificio de los obreros bananeros hubiera quedado en el olvido. Las demoledoras caricaturas de Ricardo Rendón, las vehementes denuncias de Jorge Eliécer Gaitán en el parlamento, y luego las magistrales piezas literarias de Alvaro Cepeda Samudio (La casa grande) y Gabriel García Márquez (Cien años de soledad), junto con la perdida escultura del maestro Rodrigo Arenas Betancourt, son lo más destacada de ese recuerdo. Pero nada de esto sobreviviría sin las historias que aún circulan por la zona bananera. Como dijo el mismo García Márquez en 1986, "La peligrosa memoria de nuestros pueblos [...] es una energía capaz de mover el mundo".