informacion sobre LOS NIÑOS MINEROS DD CULAMPAJA
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Hacia las seis de la tarde, la montaña empieza a escupir hombres azules. Salen de las bocaminas, rebozados de polvo de estaño, levantan la cara hacia la luz y enseguida la agachan, deslumbrados. Caminan cabizbajos, sin quitarse el casco, arrastrando las botas por la gravilla, en silencio. Diez mil mineros bajan como hormigas por las laderas del Cerro Rico hacia la ciudad de Potosí.
En un pedregal a 4.300 metros de altitud, en la caseta de adobe donde vive con su familia, Abigaíl Canaviri Canaviri se calza el casco, la lámpara frontal y las botas de goma. Esta niña de catorce años espera a que salgan los mineros para entrar a trabajar toda la noche bajo tierra.
El Cerro Rico es un montañón despellejado, destripado y desmochado. Esta pirámide rosácea, de la que manan hemorragias minerales por seiscientas heridas, alcanzaba los 5.200 metros de altitud cuando llegaron los colonos españoles y ha menguado hasta los 4.700. Durante cinco siglos la han perforado, socavado, dinamitado y triturado, le han roído 90 kilómetros de túneles, pozos y ramificaciones en las entrañas, quizá 200, quizá 500 kilómetros. Le arrancaron 15.000 toneladas de plata pura, quizá 30, quizá 50.000 toneladas; hoy le siguen sacando tres millones de kilos de rocas al día para obtener estaño, cinc y plata. La montaña es un cascarón mineral cada vez más hueco, las laderas se derrumban aquí y allá, y los potosinos temen el día del colapso final, el hundimiento apocalíptico que culmine la historia del Cerro Rico: en sus entrañas yacen los huesos, o el polvo de los huesos, de docenas de miles de mineros. La montaña que devora hombres, la llaman.