Castellano, pregunta formulada por naomimoralez434, hace 8 días

holaaa,me pueden hacer un resumen del cuento la navidad del pavo autora Emilia pardo Bazán plisss ayúdenme haciendo un resumen de ese cuento​

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Contestado por rdzalex5590
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Respuesta:

Durante mis breves residencias en la mejor fonda pude, desde mi ventana, admirar la hermosura de una señora que vivía en la casa de enfrente. Desde mi observatorio se registraba de modo más indiscreto su tocador, y yo veía a la bella que, instalada ante una mesa cargada de frascos y perfumadores, contemplándose en el espejo, peinaba su regia mata de pelo color caoba, complaciéndose en halagarla con el cepillo, en ahuecarla y enfoscarla alrededor de su cara pálida y perfecta.

Me estremecí, por consecuencia, al oír una noche, en la mesa redonda, que pronunciaban su nombre, que la discutían… Me alteré, como el cazador al sentir rebullir en el matorral la pieza que aguarda. Motivaba la conversación el haber dicho monsieur Lamouche, el viajante francés en joyas, que pensaba pasar a casa de la belle Madame… —Aquí el apellido, que no entregaré a la publicidad— para ofrecer su stock, esperando importante venta.

—objetó uno de los comensales, señorito venido de un pueblo próximo a pasar el día alegremente en M***—. Conozco de sobra al marido de Tilde, que es prima mía allá… no sé por dónde…, y desde que le regaló a su mujer el aderezo de boda, se acabaron los despilfarros.

Si a Tilde la diese por ahí, soy capaz de apuntarme en lista con el número uno, así me rompiese la crisma el dueño legal. Tilde no ha dado jamás que decir ni esto… No niego que esté engreída con su hermosura; lo está y mucho; pero su única pasión es la compostura, el adorno. Si en algo hubiese delinquido, aunque sólo fuese en una mirada, se sabría. En los pueblos relativamente pequeños no quedan ocultas esas cosas… Y la que entrega la mirada, lo entrega todo… Les repito a ustedes, y cualquiera se lo repetirá, que Tilde no sólo es intachable, sino glacial e inexpugnable.

Los demás comensales confirmaron el aserto del señorito.

Conviene saber que el viajante me conocía de antiguo; me respetaba como a persona metida en altos negocios, y estaba muy hecho a distinguir la gente seria de los tramposos, en su peligroso oficio de traficante de artículos superfluos, que todos desean poseer y todos repugnan pagar. Rehusó la fianza que quise entregarle, y puso en mis manos dos cajas de zapa negra, rellenas de sus preseas mejores. Y, con las cajas bajo el brazo y el alma en un hilo, subí la escalera de la casa de Tilde, a quien, por fin, iba a ver de cerca, a solas quizá, en la misma habitación–templo de su hermosura… Sólo esto me proponía: verla, respirar su hálito de ámbar, y que acaso nuestras manos se rozasen un momento al manejar las joyas… Y me anunciaron, y, efectivamente, pasé al tocador, deslumbrado ya, mareado, febril…

Envolvía a Tilde una bata que yo conocía, de seda flexible, gris, plegada, con tanto encaje amarillento, que apenas se veía la tela. En su lotería se pagaban aproximaciones… No sé qué ambiente luminoso y embriagador la rodeaba; no sé qué efluvios sutiles, delicadísimos, se desprendían de su cuerpo joven, perfumado, libre y suelto como el de las estatuas helénicas dentro del amplio plegazón del ropaje… Turbado y dominando mi turbación, abrí las cajas y presenté el surtido. Todo le gustaba; mirábase al espejo, hacía jugar las manos, ensortijadas, a la luz que entraba por la ventana, la ventana indiscreta, reveladora.

Al fin, entre diversas tentaciones, una más fuerte se clavó en su alma femenil. Un collar, de brillantes y perlas peraltadas, un antojo ya antiguo, sin duda, y cuya falta, en su estuche–joyero, la había desconsolado mil veces, fijó sus ojos, súbitamente entristecidos, y su voz se volvió opaca y tímida para preguntar:

El temblor del alma se filtraba al través de las vulgares ofertas comerciales, como rezuma el agua por el búcaro. Recordé esta frase del señorito, y al recordarla, me deslumbró más aún aquella luz diabólica que llegaba adentro, al fondo de mi ser de hombre apasionado, caprichoso, en la plenitud de la edad… Y seguro de que al mirar de Tilde no le añadirían sentido alguno las palabras en un diccionario entero, me incliné y le tendí al mismo tiempo mis brazos y collar, abrochándolo tiránicamente a su garganta, tembloroso de enredarme los dedos en la regia mata de pelo y caoba, viva y eléctrica…

Me costó algo cara Tilde.

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