Haz un resumen de entre 7 a 10 líneas del cuento “Pablito clavó un clavito” de Mariana Enriquez.
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Con los doce cuentos de Las cosas que perdimos en el fuego, Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) corrobora su predilección por el terror. La autora garantiza un genuino conocimiento del género en cuentos como “La casa de Adela” o “El patio del vecino” (que revisitan algunos tópicos genéricos de manera impecable), o bien en “Bajo el agua negra” (que remite a un tótem mayor, H. P. Lovecraft), si bien el libro en su conjunto trasciende el mero dominio de esos engranajes y referencias.
Se destaca su gran concreción contextual. A la potencia que en sí mismo suele poseer “lo sobrenatural” en cualquier buen relato de terror, Enriquez le suma otras variedades del horror contemporáneo, para abrir ese abanico sobre escenarios palpables, reconocibles. Pueden respirar la amenaza latente de lo rural/provinciano (en La Rioja o en el Litoral) o la violencia de la gran urbe (en Constitución, Lanús y otros puntos de Buenos Aires). En cualquier caso, resultan vívidos en su detalle y fiables en la cotidianidad inicial de sus realidades.
Enriquez nos interioriza minuciosamente en esos entornos. Con ese ánimo, a su prosa fluida a veces se le percibe cierto hálito de crónica periodística; merodea el peligro de caer en un didactismo for export, pero finalmente el trabajo vale la pena: el lector se involucra en la realidad del escenario, y así acepta más fácilmente la próxima entrada en lo fantástico. Cuando Enriquez quiebra esa “normalidad” inicial, surge una fractura expuesta que horroriza, pero de la que es imposible apartar la vista.
Otro rasgo común verificable en el volumen es cierta inclinación a las desapariciones, antes que a los aparecidos (véanse “El chico sucio” o “Tela de araña”). También la elección mayoritaria de protagonistas jóvenes, casi siempre mujeres, salvo en un cuento (“Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo”). Ellas —que en la mitad de los casos son, además, narradoras en primera persona— casi siempre van cayendo en el desequilibrio psicológico. Cuando los relatos evocan una época pasada, las marcas temporales también son concretas: pueden referir a las décadas del ochenta (“Los años intoxicados”) o del setenta (“La hostería”).
Casa-tapiada
Enriquez erige atmósferas que propician el horror; muchas veces las imágenes que riega son pequeñas distracciones de prestidigitadora, que nos predisponen para el escalofrío que viene, pero que también esconden la verdadera fuente de ese miedo, a la que cada cuento se acercará en su clímax.
En resumen, el terror aquí funciona en buena parte por una saturación de indicios dispuestos con sutileza en una bandeja de realidad, que sustenta el verosímil. Eso sí: la sutileza se abandona a la hora del martirio de los cuerpos. Hay que advertir que, en esto, Enriquez no escatima detalles ni truculencia.
¿Conserva la literatura alguna fuerza al respecto, después de años de cine gore explícito? Creo que sí. Lean estos relatos tras las doce campanadas de la medianoche, solos, en una casa vacía… y después me cuentan.
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