Hay gente que no merece morirse Argumento crítico
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
Explicación:
Respuesta:
QUIÉN MERECE MORIR?
EN SU ENSAYO Reflexiones sobre la guillotina, Albert Camus cuenta una de las pocas anécdotas sobre su padre que su madre le relató. Unos meses antes de irse al frente, del que no volvería jamás, hubo un suceso que conmocionó a la ciudad de Argel. Un hombre asesinó a una familia de agricultores incluidos sus dos hijos pequeños, por lo que fue condenado a muerte. El padre de Camus se sintió especialmente indignado por el horrendo crimen y, como mucha gente, quiso presenciar el castigo de aquel monstruo. Cuando llegó el día de la ejecución, Lucien Camus se despertó antes del amanecer, se vistió silenciosamente y se dirigió a la ciudad. No fue ni el morbo ni la sed de sangre lo que le empujaron a presenciar la ejecución pública, sino la necesidad de ver restablecida la justicia ultrajada.
De lo que vio aquel día -única vez que asistió a una ejecución– nunca habló con nadie. La madre de Camus solo contaba que volvió a casa corriendo, mudo y con el rostro desencajado. Después se tumbó en la cama y, súbitamente, empezó a vomitar. Hasta el final de su vida se negó a hablar de lo que había visto aquel día fatal.
Camus escribió, años después, que cuando la pena máxima, establecida para proteger a la población, provoca la nausea de un hombre recto y sencillo como su padre, resulta difícil creer que esta pena esté destinada a aportar orden y justicia a la sociedad. El vómito de su padre revelaba lo indignante de la guillotina, y como una ejecución, lejos de reparar las ofensas, agrega una nueva a la primera.
Joaquín José Martínez, el español condenado a muerte en Florida que después de pasar tres años y medio en el corredor consiguió demostrar su inocencia y salir en libertad, también creía firmemente en la pena de muerte. Creía en la justicia, y al igual que el padre de Camus, pensaba que la pena capital era justa por que suponía un alivio para la familia de la víctima. En el caso, claro está, de que el ejecutado sea el autor del crimen. En el caso de que este haya tenido una defensa solvente. En el caso de que su capacidad de defensa no se haya visto disminuida por un trato penitenciario degradante o por la desatención de sus enfermedades. En el caso de que quien está llamado a decidir quien merece morir no lo esté haciendo por oscuros intereses. En el caso de que las cosas funcionen de una manera muy distinta a como de verdad funcionan.
Este libro va dirigido a gente que, como Joaquín José creía, piensa que la pena de muerte, si es administrada por un juez, supone hacer justicia. Nada más lejos de la verdad. Cada una de las vidas que aparecen en este libro me han convencido de que no importa lo horrible del crimen cometido, la pena de muerte no imparte justicia sino venganza. Además es racista, clasista, oportunista y, sobre todo, tremendamente inhumana y cruel. Y lejos de procurar más protección a la comunidad, produce un horrendo embrutecimiento de la sociedad.
En cada uno de los países en los que he trabajado me he encontrado con historias similares, independientemente del grado de desarrollo, de la religión mayoritaria o del color político en el poder. En Estados Unidos, una de cada diez personas en el corredor de la muerte es inocente y está condenada erróneamente. Esto es un escándalo de proporciones insoportables. He viajado al país en tres ocasiones para escuchar y fotografiar a los inocentes que después de pasar por un auténtico infierno, están ahora libres y dedican su vida a la lucha por la abolición. A demostrar que, la mayoría de las veces, lo que les llevó al corredor de la muerte no fueron errores sino el propio sistema judicial carcomido por la desidia, la negligencia y la corrupción. Su lucha inspiró la mía.
Todavía hoy Japón padece las tremendas consecuencias que un deficiente sistema policial y judicial conlleva a la hora de administrar la pena máxima. Japón ostenta el terrible récord de ser el país que más años ha tenido encerrado a un hombre, Iwao Hakamada, en espera de ser ejecutado, 48 años. ¿Alguien puede imaginar una tortura más cruel que la de temer que cada amanecer sea el último durante casi 50 años? La debilidad de las pruebas y la retractación pública de uno de los jueces han llevado a que Iwao no sea ejecutado. Pero tampoco exonerado de culpa. Desde 2014 espera en casa de su hermana a que el Tribunal Supremo decida si le concede o no el volver a ser juzgado.