Hacer una compilación del cuento Dos Pesos de Agua
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
Dos pesos de agua (1937)
La vieja Remigia sujeta el aparejo, alza la pequeña cara y dice:
—Dele ese rial fuerte a las ánimas pa que llueva, Felipa.
Felipa fuma y calla. Al cabo de tanto oír lamentar la sequía levanta los ojos y recorre el cielo con ellos. Claro, amplio y alto, el cielo se muestra sin una mancha. Es de una limpieza desesperante.
—Y no se ve nadita de nubes —comenta.
Baja entonces la mirada. Los terrenos pardos se agrietan a la distancia. Allá, al pie de la loma, un bohío. La gente que vive en él, y en los otros, y en los más remotos, estará pensando como ella y como la vieja Remigia. ¡Nada de lluvia en una sarta bien larga de meses! Los hombres prenden fuego a los pinos de las lomas; el resplandor de los candelazos chamusca las escasas hojas de los maizales; algunas chispas vuelan como pájaros, dejando estelas luminosas, caen y florecen en incendios enormes: todo para que ascienda el humo a los cielos, para que llueva... Y nada. Nada.
—Nos vamos a acabar, Remigia —dice.
La vieja comenta:
—Pa lo que nos falta.
La sequía había empezado matando la primera cosecha; cuando se hubo hecho larga y le sacó todo el jugo a la tierra, les cayó encima a los arroyos; poco a poco los cauces le fueron quedando anchos al agua, las piedras surgieron cubiertas de lama y los pececillos emigraron corriente abajo. Infinidad de caños acabaron por agotarse, otros por tornarse lagunas, otros lodazales.
Sedientos y desesperados, muchos hombres abandonaron losconucos, aparejaron caballos y se fueron con las familias en busca de lugares menos áridos.
La vieja Remigia se resistía a salir. Algún día caería el agua; alguna tarde se cargaría el cielo de nubes; alguna noche rompería el canto del aguacero sobre el ardido techo de yaguas. Algún día...
***
—Se acaba esto, Remigia. Se acaba —lamentaban las viejas.
Un día, con la fresca del amanecer, pasó Rosendo con la mujer, los dos hijos, la vaca, el perro y un mulo flaco cargado de trastos.
—Yo no aguanto, Remigia; a este lugar le han hecho mal de ojo.
Remigia entró en el bohío, buscó dos monedas de cobre y volvió.
—Tenga; préndamele esto de velas a las ánimas en mi nombre —recomendó.
Rosendo cogió los cobres, los miró, alzó la cabeza y se cansó de ver cielo azul.
—Cuando quiera, váyase a Tavera. Nosotros vamos a parar un rancho allá, y dende agora es suyo.
—Yo me quedo, Rosendo. Esto no puede durar.
Rosendo volvió el rostro. Su mujer y sus hijos se perdían ya en la distancia. El sol parecía incendiar las lomas remotas.
***
El muchacho se había puesto tan oscuro como un negro. Un día se le acercó:
—Mamá, uno de los puerquitos parece muerto.
Remigia se fue a la pocilga. Anhelantes, resecas las trompas, flacos como alambres, los cerdos gruñían y chillaban. Estaban apelotonados, y cuando Remigia los espantó vio restos de un animal. Comprendió: el muerto había alimentado a los vivos. Entonces decidió ir ella misma en busca de agua para que sus animales resistieran.
Remigia no había perdido la fe. Esperaba las señales de lluvia en el alto cielo.
—¡Ánimas del Purgatorio! —clamaba de rodillas—. ¡Ánimas del Purgatorio! ¡Nos vamos a morir achicharrados si ustedes no nos ayudan!
Días más tarde el potro bayo amaneció tristón e incapaz de levantarse; esa misma tarde el nieto se tendió en el catre, ardiendo en fiebre. Remigia se echó afuera. Anduvo y anduvo, llamando en los distantes bohíos, levantando los espíritus.
—Vamos a hacerle un rosario a San Isidro —decía.
—Vamos a hacerle un rosario a San Isidro —repetía.
Salieron una madrugada de domingo. Ella llevaba el niño en brazos. La cabeza del muchacho, cargada de calenturas, pendía como un bulto del hombro de su abuela. Quince o veinte mujeres, hombres y niños desharrapados, curtidos por el sol, entonaban cánticos tristes, recorriendo los pelados caminos. Llevaban una imagen de la Altagracia; le encendían velas; se arrodillaban y elevaban ruegos a Dios. Un viejo flaco, barbudo, de ojos ardientes y acerados, con el pecho desnudo, iba delante golpeándose el esternón con la mano descarnada, mirando a lo alto y clamando:
¡San Isidro Labrador!
¡San Isidro Labrador!
Trae el agua y quita el sol,
¡San Isidro Labrador!
***
Seguía ululando el viento, y el trueno rompía los cielos. Se le quedó el cabello enredado en un tronco espinoso. El agua corría hacia abajo, hacia abajo, arrastrando bohíos y troncos. Las ánimas gritaban, enloquecidas:
—¡Todavía falta; todavía falta! ¡Son dos pesos, dos pesos de agua! ¡Son dos pesos de agua!