Castellano, pregunta formulada por adrianjosezerpa4, hace 1 año

Grabiel garcia marqués 1)un resumen de la vida de el 2)fragmento de la novela "100 años de soledad"

Respuestas a la pregunta

Contestado por tinmonc22
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1.Es hijo de Gabriel Eligio García y de Luisa Santiaga MárquezIguarán, Gabriel García Márquez nació en Aracataca, en el departamento del Magdalena, Colombia. Cursó sus estudios secundarios en San José a partir de 1940 y finalizó su bachillerato en el Colegio Liceo de Zipaquirá, el 12 de diciembre de 1946.

2.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. “Las cosas tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima.” José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: “Para eso no sirve.” Pero José Arcadio Buendía no creía en aquél tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados... Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras...

adrianjosezerpa4: gracias ;-)
Contestado por williamdelgado895
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Respuesta:

El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen

madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza

montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos

que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas,

sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con

cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía

a la situación, como la mirada de los sordos.

Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de

resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía,

pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de

ella.

Después de la ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos

gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió

trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz

destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.

- Papá.

- Qué

- Dice el alcalde que si le sacas una muela.

- Dile que no estoy aquí.

Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con

los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.

- Dice que sí estás porque te está oyendo.

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los

trabajos terminados, dijo:

- Mejor.

Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer,

sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.

- Papá.

- Qué.

Aún no había cambiado de expresión.

- Dice que si no le sacas la mela te pega un tiro.  

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la

fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba

el revólver.

- Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.

Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de

la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero

en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus

ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los

dedos y dijo suavemente:

- Siéntese.

- Buenos días -dijo el alcalde.

- Buenos -dijo el dentista.

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y

se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de

madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una

ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el

dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.

Don Aurelio Escovar le movió la cabeza hacia la luz. Después de obsevar la muela

dañada, ajustó la mandíbula con una presión cautelosa de los dedos.

- Tiene que ser sin anestesia -dijo.

- ¿Por qué?

- Porque tiene un absceso.

El alcalde lo miró en los ojos.

- Esta bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de

trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas

frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y

fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde

no lo perdió de vista.

Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo

caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los

pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo

movió la muñeca. Sin rencor, mas bien con una marga ternura, dijo:

- Aquí nos paga veinte muertos, teniente.

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de

lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través

de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de

sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se  

desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El

dentista le dio un trapo limpio.

- Séquese las lágrimas -dijo.

El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el

cielorraso desfondadoy una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos

muertos. El dentista regresó secándose. "Acuéstese --dijo-- y haga buches de agua de

sal." El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se

dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.

- Me pasa la cuenta -dijo.

- ¿A usted o al municipio?

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica:

- Es la misma van

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