fabula de la convivencia en los tiempos de pandemia, que sea corta porfaaa la necesito urgente
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Respuesta:
De un sobresalto en la cama me desperté el seis de abril. El grito y los golpes secos fueron quizás la causa. Tuve la sensación de que todas esas voces atormentadas, todo ese ruido de vidrios rotos, portazos innumerables, objetos contundentes saltando por los aires, todo ese barullo se había colado en los intersticios de madera falsa de mi cama y me había hecho saltar.
Eran las seis, era el día seis, solo puedo estar segura de la fecha, de la hora, el nombre de los días ya no significa nada, es como si viviéramos un ciclo monótono y demasiado cotidiano desde que sale el sol hasta que se acuesta, casi como autómatas.
A las seis y cinco los gritos aumentaban, me restriego bruscamente los ojos, veo borroso, necesito mis anteojos, identifico en ese momento el lugar desde el que todo proviene, el techo. Hace años que abro los ojos y veo este mismo techo, pero desde el día en que nos encerraron sueño con abrir los ojos y estar a cielo raso, una fantasía extraña, ¿cuántas veces en la vida he dormido contemplando el cielo?
Seis y diez. No entiendo la lengua en la que discuten, pero, me levanto y recorro mi apartamento guiada por esa pelea que vivo a ciegas. Ahora salen de la habitación, se escucha un aullido en el pasillo. Me pego a los muros y empiezo a seguir ese recorrido macabro.
Seis y trece. Al llegar al salón caigo al suelo como el golpe de esa porcelana que viene de estrellarse, me arrastro a la cocina y todo parece explotar por los aires, imagino cubiertos, vasos. Observo, atentamente, el imán de mi pared en el que cuchillos de todos tamaños se exponen, orgullosos de ellos mismos y de la mano que los utiliza con esmero. Vuelvo en mí.
Mi cuerpo tiembla.
El techo sigue vibrando, los gritos aumentan.
Son apenas las seis y cuarto y siento que ya he vivido todo el día.
Recuerdo que no puedo acercarme a la puerta, que tendría que ponerme el atuendo de tocar el exterior, guantes, máscara, camiseta, zapatos, abrigo, no puedo tocar las paredes, ni el botón del ascensor. Renuncio a la idea de subir las escaleras, se sabe que en la planta de arriba todas las puertas pertenecen a personas que tosen.
Marco los dígitos del número de la policía en mi teléfono. No me lo llevo a la oreja completamente, lo sostengo apenas cuando pienso en que no lo he limpiado desde ayer con alcohol, como marcan las recomendaciones.
Abro la boca, me explico.
Son las seis y diecisiete. Escucho al fondo de la línea como se comunican por radio. Los gritos aumentan.
–Sí, para entrar tendrá que marcar usted el código 0000 en la reja, posteriormente el código 1111 en la puerta de vidrio, al llegar al ascensor un nuevo código será necesario, el A2222B, vaya al décimo piso, es la puerta K, saliendo a la derecha la puerta más a la derecha de entre las diez del pasillo.
Respiro, me digo que nuestro edificio no está preparado para que alguien venga a prestar ayuda con urgencia. Estamos encerrados y somos inaccesibles. A razón de todos los botones que tendrían que tocar, estoy segura de que ningún organismo pondría en peligro la vida de sus valerosos funcionarios para intervenir en algo que parece ser una simple disputa familiar.
Seis y veinte.
Me veo a mí misma, intentando esconderme del ruido, a sabiendas de que no puedo franquear el límite de mi puerta blindada.
Seis y veinticinco.
Me quedo rumiando en el pequeño muro al lado de mi puerta.
Seis y veintisiete.
Escucho cuatro golpes firmes. Llaman a la puerta. Diez minutos desde mi llamada. ¡Cuánta rapidez! Nuevamente, cuatro golpes, siento la vibración de la puerta en el techo que llega a mi puerta, a mi pequeño muro en el que intento mantenerme en pie.
De un lado de la puerta, pasos de al menos cuatro o cinco funcionarios, los escucho ir y venir, escucho sus radios.
Del otro lado de la puerta, un silencio infame se ha instalado. Nadie responde, nadie abre. Me concentro, escucho cómo deslizan un objeto pesado desde la puerta hacia el pequeño pasillo, sigo el paso de procesión que me marcan desde el techo, nos detenemos en el baño, abren la llave del grifo, el agua corre, la siento caer aquí mismo, en mis manos.
Son las seis y treinta y cinco, vuelvo a la puerta y ya no escucho a nadie fuera.
Menos de diez minutos y los funcionarios se han marchado.
Me acerco al sofá. Me sostengo difícilmente en pie.
A las seis y cuarenta, lo escucho a él, gritando una lengua que yo no comprendo, la escucho a ella respondiendo, y escucho a otros tantos. Los portazos vuelven a comenzar, esos que parecen insultos en una lengua que yo no comprendo recrudecen, la porcelana se quiebra, los gritos…
Son las seis y cuarenta y cinco.
Respiro sin hacer ruido, me quedo inmóvil, recorro con mis ojos el techo desde detrás de mi cabeza hasta llegar a la ventana. Me quedo quieta, a lo lejos el sol se levanta, pero la ciudad parece inerte, su silueta va desapareciendo poco a poco, al mismo tiempo en el que se cierran mis párpados cansados. Creo que hoy es lunes.