Es reconocer que los demás tienen el mismo derecho que nosotros (que uno mismo) para expresar sus opiniones y para buscar la realización de sus intereses, preferencias o ideologías
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
¿CÓMO DEBE organizarse políticamente una sociedad moderna? ¿Cuál es la fórmula capaz de ofrecer cauce productivo a la pluralidad de intereses, concepciones, ideologías que se expresan en una sociedad compleja y diferenciada? ¿Cómo vivir en sociedad respetando la diversidad política? ¿Cómo pueden coexistir y competir fuerzas políticas que tienen idearios y plataformas no sólo diferentes sino en ocasiones contrarias? ¿Las diferencias políticas indefectiblemente tienen que acarrear comportamientos guerreros y aspiraciones de aniquilamiento del contrario? ¿Es posible la gobernabilidad ahí donde conviven concepciones ideológicas distintas? ¿Pueden conjugarse estabilidad y cambio, paz social y competencia política?
Sin duda, las anteriores son preguntas que han preocupado no sólo a estadistas y políticos, sino a académicos, periodistas y ciudadanos comunes y comentes que aspiran a ofrecer un marco normativo e institucional para la expresión, recreación y competencia de la pluralidad política que necesariamente marca a cualquier sociedad moderna, y que al mismo tiempo quieren contar con un gobierno representativo, estable y eficiente.
La posibilidad de convivencia y competencia civilizada y de una institucionalidad estatal capaz de representar y procesar los intereses de la sociedad la ofrece la fórmula de gobierno democrática. Por fortuna, hoy por hoy no existe en el país fuerza política significativa que no afirme estar comprometida con ese ideal. Se trata, sin duda, de una conquista reciente, que nunca está de más aquilatar, aunque prácticas recurrentes puedan poner en duda el compromiso real que con la democracia tienen algunos actores políticos y sociales. Si se leen o escuchan los discursos que emanan de las más distintas formaciones políticas se podrá encontrar, sin demasiada dificultad, una constante: todos y cada uno de ellos hacen una profesión de fe democrática y dicen estar comprometidos con esa fórmula de organización política.
El ideal democrático se ha traducido en los últimos años en largas e importantes discusiones en torno a los aspectos procedimentales de la democracia. Debates y acuerdos en relación a la organización electoral, los derechos y obligaciones de los partidos, los cómputos comiciales, la calificación de las elecciones, etcétera, se han colocado, y con razón, en los primeros lugares de la agenda política del país. Se trata, sin duda, de una dimensión pertinente porque la democracia para existir requiere de normas, procedimientos e instituciones que la hagan posible.
Junto a ese debate, en ocasiones en forma paralela y en otras de manera conjugada, se ha discutido en torno a los haberes y fallas de nuestra institucionalidad republicana, porque la democracia supone además un entramado institucional que acaba por modelarla o desfigurarla. Así, temas como el del equilibrio o desequilibrio entre los poderes, las relaciones entre la federación, los estados y los municipios, o el funcionamiento del Poder Judicial se han ventilado en innumerables ensayos.
No obstante, y podría parecer paradójico, muy poco se ha escrito en nuestro país sobre los valores que ofrecen sentido y horizonte a la propia democracia. Es decir, sobre los presupuestos éticos y políticos que permiten considerar como superior a otras a esa fórmula de gobierno y organización política. Porque a fin de cuentas todos los sistemas políticos tienen una serie de valores implícitos que son los que permiten aventurar un juicio sobre su pertinencia y desestabilizad.
Cuando se participa en los complicados procedimientos de la democracia moderna no siempre resulta claro el sentido de los mismos. Se observan las campañas de los partidos y sus candidatos, se escuchan sus discursos, sus propuestas y sus debates, se asiste a las casillas, se vota, y eventualmente se siguen los procesos de cómputo, las impugnaciones y la calificación de los comicios. Todo ello permite tener un conocimiento más o menos aproximado de las reglas del juego democrático codificadas en las leyes electorales, así como formarse una opinión acerca de su buen o mal funcionamiento. No obstante, la propia complejidad de los procedimientos mencionados y la propia intensidad que con frecuencia adquieren las competencias partidistas, en ocasiones tienden a oscurecer los principios y valores básicos en que se sustenta la propia democracia. Ocurre así que los participantes en las elecciones -los ciudadanos, pero también los funcionarios electorales y los propios candidatos- desconocen el significado profundo de sus acciones, lo que no sólo se traduce en indiferencia hacia las mismas sino, lo que es más grave, en una potencial perversión de su sentido original.
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