es la última palabra que dijo Eddie del libro las cinco personas que encontraras en el cielo
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
El trabajo de Eddie consistía en el «mantenimiento» de las atracciones, lo que en realidad significaba atender a su seguridad. Todas las tardes recorría el parque, comprobaba cada atracción, desde el Remolino Supersónico al Tobogán Acuático. Buscaba tablas rotas, tornillos flojos, acero gastado. A veces se detenía con los ojos vidriosos y la gente que pasaba creía que iba mal algo. Pero él simplemente escuchaba, sólo eso. Después de todos aquellos años era capaz de
oír
los problemas, decía, en los chisporroteos y farfulleos, y en el matraqueo de las maquinarias.
Cuando le quedaban cincuenta minutos de vida en la tierra, Eddie dio el último paseo por el Ruby Pier. Adelantó a una pareja mayor.
—Buenas —murmuró tocándose la gorra.
Ellos asintieron con la cabeza educadamente. Los clientes conocían a Eddie. Por lo menos los habituales. Le veían verano tras verano, una de esas caras que uno asocia con un sitio. En el pecho de la camisa de trabajo llevaba una etiqueta en la que se leía «EDDIE» encima de la palabra «MANTENIMIENTO», y a veces le decían: «Hola, Eddie Mantenimiento», pero él nunca le encontraba la gracia.
Hoy, resulta que era el cumpleaños de Eddie, ochenta y tres años. Un médico, la semana anterior, le había dicho que tenía herpes. ¿Herpes? Eddie ni siquiera sabía lo que era. Antes tenía fuerza suficiente para levantar un caballo del carrusel con cada brazo. Eso fue hacía ya mucho tiempo.
—¡Eddie! ¡Llévame, Eddie! ¡Llévame!
Cuarenta minutos hasta su muerte, y Eddie se abrió paso hasta el principio de la cola de la montaña rusa. Al menos una vez por semana se subía a cada atracción, para asegurarse de que los frenos y la dirección funcionaban bien. Hoy le tocaba a la montaña rusa —la Montaña Rusa Fantasma la llamaban— y los niños que conocían a Eddie gritaban para que los subiese en la vagoneta con él.
A Eddie le gustaban los niños. No los quinceañeros. Los quinceañeros le daban dolor de cabeza. Con los años, Eddie imaginaba que había visto a todos los quinceañeros vagos y liosos que existían. Pero los niños eran diferentes. Los niños miraban a Eddie —que con su mandíbula inferior saliente siempre parecía que estaba sonriendo, como un delfín— y confiaban en él. Les atraía igual que a unas manos frías el fuego. Se le sujetaban a las piernas. Jugaban con sus llaves. Eddie solía limitarse a gruñir, sin hablar nunca demasiado. Imaginaba que les gustaba porque nunca hablaba mucho.
Ahora Eddie dio un golpecito a dos niños que llevaban puestas unas gorras de béisbol con la visera al revés. Los pequeños corrieron a la vagoneta y se dejaron caer dentro. Eddie le entregó el bastón al encargado de la atracción y se acomodó poco a poco entre los dos.
—¡Allá vamos! ¡Allá vamos! —chilló un niño, mientras el otro se pasaba el brazo de Eddie por encima del hombro. Eddie bajó la barra de seguridad y, clac-clac-clac, se fueron para arriba.
Corría una historia sobre Eddie. Cuando era chaval y vivía junto a este mismo parque, tuvo una pelea callejera. Cinco chicos de la avenida Pitkin habían acorralado a su hermano Joe y estaban a punto de darle una paliza. Eddie estaba una manzana más allá, en un puesto, tomando un sandwich. Oyó gritar a su hermano. Corrió hasta la calleja, agarró la tapa de un cubo de basura y mandó a dos chicos al hospital.
Después de eso, Joe pasó meses sin hablarle. Estaba avergonzado. Él era mayor, había nacido antes, pero fue Eddie quien le había defendido.
¿Podemos repetir, Eddie? Por favor.
Treinta y cuatro minutos de vida. Eddie levantó la barra de seguridad, dio a cada niño un caramelo, recuperó su bastón y luego fue cojeando hasta el taller de mantenimiento para refrescarse. Hacía calor aquel día de verano. De haber sabido que su muerte era inminente, probablemente habría ido a otro sitio. Pero hizo lo que hacemos todos. Continuó con su aburrida rutina como si todavía estuvieran por venir todos los días del mundo.
Uno de los trabajadores del taller, un joven desgarbado de pómulos marcados que se llamaba Domínguez, estaba junto al depósito de disolvente; quitaba la grasa a un engranaje.
—Hola, Eddie —dijo.
—Dom —respondió Eddie.
El taller olía a serrín. Era oscuro y estaba atestado, tenía el techo bajo y en las paredes había ganchos
Explicación:
DAME CORONA AMIGO COFA X FAVOR
Respuesta:
LA última palabra que dijo Eddie Era atras
Explicación:
Espero qué te sirva, pero es ta bien no te preocupes