es el de las vacas de quiviquinta (el diosero
Respuestas a la pregunta
LAS VACAS DE QUIVIQUINTA
Francisco Rojas González
del Libro «El Diosero»
Los perros de Quiviquinta tenían hambre; con el lomo corvo y la nariz hincada en los baches de las callejas, el ojo alerta y el diente agresivo, iban los perros de Quiviquinta; iban en manadas, gruñendo a la luna, ladrando al sol, porque los perros de Quiviquinta tenían hambre…
Y también tenían hambre los hombres, las mujeres y los niños de Quiviquinta, porque en las trojes se había agotado el grano, en los zarzos se había consumido el queso y de los garabatos ya no colgaba ni un pingajo de cecina…
Sí, había hambre en Quiviquinta; las milpas amarillearon antes del jiloteo y el agua hizo charcas en la raíz de las matas; el agua de las nubes y el agua llovida de los ojos en lágrimas.
En los jacales de los coras se había acallado el perpetuo palmoteo de las mujeres; no había ya objeto, supuesto que al faltar el maíz, faltaba el nixtamal y al faltar el nixtamal, no había masa y sin ésta, pues tampoco tortillas y al no haber tortillas, era que el perpetuo palmoteo de las mujeres se había acallado en los jacales de los coras.
Ahora, sobre los comales, se cocían negros discos de cebada; negros discos que la gente comía, a sabiendas de que el torzón precursor de la diarrea, de los ―cursos‖, los acechaba.
— Come, m‘hijo, pero no bebas agua —aconsejaban las madres.
— Las gordas de cebada no son comida de cristianos, porque la cebada es ―fría‖ —prevenían los viejos, mientras llevaban con repugnancia a sus labios el ingrato bocado.
— Lo malo es que para el año que‘ntra ni semilla tendremos —dijo Esteban Luna, mozo lozano y bien puesto, quien ahora, sentado frente al fogón, miraba a su mujer, Martina, joven también, un poco rolliza pero sana y frescachona, que sonreía a la caricia filial de una pequeñuela, pendiente de labios y manecitas de una pecho carnudo, abundante y moreno como cantarito de barro.
— Dichosa ella —comentó Esteban— que tiene mucho de donde y qué comer.
Martina rió con ganas y pasó su mano sobre la cabecita monda de la lactante.
— Es cierto, pero me da miedo de que s‘empache. La cebada es mala para la cría…
Esteban vio con ojos tristones a su mujer y a su hija.
— Hace un año —reflexionó—, yo no tenía de nada y de nadie por que apurarme… Ahoy dialtiro semos tres… Y con l‘hambre que si‘ha hecho andancia.
Martina hizo no escuchar las palabras de su hombre; se puso de pie para llevar a su hija a la cuna que colgaba del techo del jacal; ahí la arropó con cuidados y ternuras. Esteban seguía taciturno, veía vagamente cómo se escapaban las chispas del fogón vacío, del hogar inútil.
— Mañana me voy p‘Acaponeta en busca de trabajo…
— No, Esteban —protestó ella—. ¿Qué haríamos sin ti yo y ella?
— Fuerza es comer, Martina… Sí, mañana me largo a Acaponeta o a Tuxpan a trabajar de peón, de mozo, de lo que caiga.
Las palabras de Esteban las había escuchado desde las puertas del jacal Evaristo Rocha, amigo de la casa.
— Ni esa lucha nos queda, hermano —informó el recién llegado—. Acaban de regresar del norte Jesús Trejo y Madaleno Rivera; vienen más muertos d‘hambre que nosotros… Dicen que no hay trabajo por ningún lado; las tierras están anegadas hasta adelante de Escuinapa… ¡Arregúlale nomás!
— Entonces… ¿Qué nos queda? —preguntó alarmado Esteban Luna.
— ¡Pos vé tú a saber…! Pu‘ay dicen quesque viene máiz de Jalisco. Yo casi no lo creo… ¿Cómo van a hambriar a los de po‘allá nomás pa darnos de tragar a nosotros?
— Que venga o que no venga máiz, me tiene sin cuidado orita, porque la vamos pasando con la cebada, los mezquites, los nopales y la guámara… Pero pa cuando lleguen las secas ¿qué vamos a comer, pues?