¿En qué condiciones y cómo trabajaron los obreros del canal de Suez?
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La creación de un canal que comunicara el mar Rojo con el Mediterráneo ha sido una vieja aspiración de las civilizaciones que han poblado el istmo de Suez. Los primeros intentos conocidos datan del siglo XIX a.C. El faraón Sesostris III mandó construir un canal que conectara el Nilo con el mar Rojo. Era un canal estrecho, pero con espacio suficiente para las embarcaciones de la época.
La ruta, bautizada posteriormente como “canal de los faraones”, fue muy utilizada hasta mediados del siglo VII a.C. Por entonces, el desierto había ganado demasiado terreno al mar y había bloqueado la salida. En 609 a.C. el faraón Neco intentó reabrir el canal sin éxito. Según las crónicas del griego Heródoto, más de 100.000 hombres murieron en el intento.
Un siglo después sería Darío, rey de Persia, quien pusiera en funcionamiento las obras para recuperar la parte sur de la vía. Su idea era llevarla directamente hasta el Mediterráneo sin pasar por el Nilo. Las obras se terminaron dos siglos más tarde, bajo el mandato de Ptolomeo II, y el trazado era prácticamente idéntico al del canal actual.
Según los cálculos de Lepère, existía una diferencia de 9 metros entre el nivel de las aguas del mar Rojo y las del Mediterráneo.
Durante la ocupación romana de Egipto, en especial bajo el mandato de Trajano, el canal experimentó significativas mejoras que impulsaron el comercio. Sin embargo, tras la marcha de los romanos el canal fue abandonado. En el siglo VIII, durante la dominación musulmana, el califa Omar se ocupó de su recuperación. Pero después de un siglo funcionando terminó reclamado de nuevo por el desierto.
Su existencia permaneció oculta durante mil años, hasta la llegada de Napoleón. ¿Es eso posible? El general Bonaparte llegó a Egipto en 1798. Entre el grupo de eruditos que le acompañaban estaba el ingeniero Jean-Baptiste Lepère. Napoleón tenía órdenes específicas para él: inspeccionar el istmo de Suez para comprobar la viabilidad de abrir un canal que permitiera el paso de tropas y mercancías hacia Oriente.
A pesar de descubrir rastros del antiguo canal de los faraones, Lepère determinó que su construcción era imposible. Según sus cálculos, existía una diferencia de 9 metros entre el nivel de las aguas del mar Rojo y las del Mediterráneo. Pasaron los años, y la necesidad de abrir esa ruta marítima no hacía más que aumentar.
A mediados del siglo XIX, Europa estaba en plena Revolución Industrial. El comercio con Asia oriental había dejado de ser un lujo, y se había vuelto vital para el crecimiento económico de las potencias europeas. La ruta más habitual para el transporte de mercancías entre Oriente y Occidente pasaba por el mar, un largo viaje de más de cuatro meses doblando el sur de África. También existía una ruta por tierra a través del desierto del Sinaí, un periplo inseguro por las bandas de salteadores y poco práctico por el limitado volumen de carga que podían transportar las caravanas.
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