elabora un paralelo entre las diferentes concepciones de los filósofos sobre el bien y el mal
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
“Debemos buscar para nuestros males otra causa que no sea Dios”
Platón (427-347 a.C.)
El mal supone, desde todo punto de vista y desde sus mismísimos inicios, que se pierden en la
noche de los tiempos, una insidiosa amenaza, un profundo enigma y un indudable desafío
intelectual y volitivo para la vida humana. Mente y voluntad se ven impelidas directamente, ante la
palmaria evidencia de su impacto continuo en el transcurrir del mundo y la vida de individuos y
comunidades de toda clase y condición a lo largo de la historia conocida, a tratar de buscar una
respuesta legítima tanto al origen como a la solución o posible insolubilidad del mal, ya sea en el
plano natural, moral o metafísico de las cosas.
El pensamiento del ethos, por otra parte, se basa en la existencia de la organización política y
de sus reglas inmanentes. El ethos griego tiene en común con la expresión trágica el hecho de
suponer la existencia de los dioses y de un lazo invisible que liga a los mortales con aquéllos; si bien,
también supone que el hombre, a través de un libre trabajo ejercido sobre sí mismo, puede alcanzar
la belleza, a semejanza de los mismos dioses. La bella construcción de sí mismo está ejemplificada
en Sócrates, hombre justo y verdadero, quien subordina la ética —entendida como el ethos griego
de la pólis que prevalecía en aquel momento— al reino del conocimiento. Según Sócrates, la
persona que conoce el bien debe practicarlo.
Epicuro (341-270 a.C.), por su parte, luchó toda la vida contra tener que admitir en la auténtica
noción del placer estos rasgos que lo vuelven inservible como candidato a la identificación con el
Bien perfecto. En todo caso, entendía Epicuro que otra forma de enfrentar el mal es a través de la
‘resignación’ y el cultivo de la filosofía, actitud propia de la escuela estoica. Todo pasa al olvido, al
polvo, a la insignificancia en el abismo insondable del tiempo; luego el bien y el mal también
pasarán, ya que se entiende que todo es transitorio.
Aristóteles (384-322 a.C.), por su parte, entendería el mal como carencia, por lo que el mal en
sí no tenía causa ni formal, ni eficiente, ni final, sólo causa material. Rechazará Aristóteles,
finalmente, el intelectualismo moral de Sócrates y de Platón: no toda maldad es ignorancia, no toda
la actividad psíquica se agota en el conocimiento. Además del error cognoscitivo o dianoético —la
verdad y la falsedad— existe el ‘error’ volitivo o ético. Sólo eso, argumenta una y otra vez
Aristóteles, explica el hecho de que imputemos a otros y a nosotros mismos el haber actuado mal.
Incluso la ignorancia es digna de castigo para el estagirita, si se es responsable de ella.
Sócrates de Atenas (470-399 a.C.) confiaba plenamente en la fuerza del diálogo para la
investigación de la verdad —para la comprobación precisa, ‘científica’, de la ignorancia—. Sócrates
se atenía, pues, a la inscripción del templo de Apolo en Delfos que rezaba: «Conócete a ti mismo».
La posición socrática —intelectualismo moral— se basa en que un hombre actúa en conformidad
con lo que piensa, de modo que, en principio, si llega a comprender plenamente que esto que piensa
es falso, modificará su praxis. Nadie hace el mal a sabiendas, porque la verdad más clara acerca del
mal es que perjudica a quien lo realiza aún en mayor medida que a quien lo sufre. La otra tesis
esencial de Sócrates es la siguiente: la conjetura que nunca se ha podido refutar, y que en cambio
ha servido para refutar las demás, es que jamás, suceda lo que suceda, hay que hacer el mal. Lo que
importa no es parecer que uno no hace el mal, sino ser bueno; por tanto, no hacerlo, parezca lo que
parezca.