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Respuestas a la pregunta
El elefante apareció en la madrugada. Benjamin, el cuidador de la unidad de reintegración para elefantes del DSWT (David Sheldrick Wildlife Trust) en Ithumba, al extremo norte del Parque Nacional Tsavo, en Kenia, lo vio adentrarse entre los matorrales, arrastrando un cable y cojeando por una herida en la pata. Como todas las mañanas, Benjamin llevaba un registro de los elefantes que se reúnen en el foso de agua de la estacada para beber.
A mediodía, en la pista de aterrizaje se reunió el equipo que incluía dos jeeps, un helicóptero, una avioneta, un doctor y personal tanto del DSWT como del KWS (Kenya Wildlife Service). La encomienda era ir a curar al elefante. Nick despegó de nuevo. Yo acompañé al KWS a bordo de un jeep.
Frenamos en un camino de terracería, levantando una nube de arcilla. A través del parabrisas vi al helicóptero, detenido a la mitad del cielo, frente a nosotros. En un portavasos crujían las voces de un walkie talkie. El elefante, me dijo un joven del KWS, rifle al hombro, estaba escondido cerca y por eso nos habíamos detenido. La avioneta de Nick planeaba cada vez más bajo para dar con las coordenadas exactas del macho. Abrí la puerta y otro miembro de la patrulla me sugirió no alejarme demasiado. En cualquier momento, el elefante podía salir corriendo para embestirnos.
Un rifle se asomó del costado del helicóptero y disparó un dardo rosa hacia los árboles.
Todos guardamos silencio. Algo sacudió las ramas con la fuerza de un vendaval. Caí en la cuenta de la distancia que me separaba de la camioneta. Frente a mí, un macho de tres metros de altura, con colmillos cortos y sucios, irrumpió en el camino, barritando mientras sacudía la trompa. Venía hacia nosotros, pateando polvo, más molesto que asustado. Me eché a correr con el corazón en las anginas y no volteé hasta estar a bordo de la camioneta, con el chofer acelerando en reversa.
El elefante se detuvo a un costado del sendero. El primer dardo había fallado, pero el segundo le dio directo en su enorme trasero. Al cabo de unos minutos, cayó dormido en un claro.
Aun sentado era más alto que nosotros; su trompa, más larga que mis brazos extendidos. No pude dejar de tocarlo, mi mano pálida contrastaba con el edredón gris y áspero de su piel. Era cálida al tacto, como una piedra al sol.
Seguros de que estaba dormido, los miembros del equipo se dieron a la tarea de sanarlo. Primero había que recostarlo e impedir que su propio peso le estrujara los pulmones. Después, un guardia colocó una varita de madera en la trompa para permitirle respirar (su respiración se escuchaba, como si viniera de un pozo muy hondo, incluso si me paraba al otro extremo de su cuerpo). Le quitaron el cable de la pierna.
Al ver que la herida estaba en el muslo opuesto, le amarraron las patas, conectaron la cuerda a la defensa del jeep y tiraron en reversa hasta voltearlo.
Todo esto a contrarreloj: el animal moriría si no despertaba pronto y solo un estimulante, suministrado por el médico, lo podría espabilar. Finalmente, la patrulla pudo examinar la herida, un boquete ovalado que había perforado la piel, dejando el músculo al descubierto. Un cazador lo había herido con una lanza.
Nos alejamos, el médico inyectó el estimulante y el elefante despertó. El chofer lo observaba con una mano al volante y la otra sobre la palanca de velocidades: aún podría atacarnos. Por fortuna, se enfiló hacia los árboles y avanzó, muy lento, hasta desaparecer entre las ramas (los elefantes nunca hacen ruido al andar, pero ni siquiera ese silencio los protege). La operación entera duró más de siete horas, tomó cuatro o cinco vuelos, un esfuerzo conjunto de más de diez personas por cielo y tierra, dos dardos de cien dólares cada uno y litros de antisépticos