EL PRÍNCIPE FELIZ Dominando la ciudad, sobre una alta columna, descansaba la estatua del Principe Feliz. Cubierta por una capa de oro magnífico, tenía por ojos dos zafiros claros y brillantes, y un gran rubi centelleaba en el puño de su espada. Era admirado por todos: "Es tan hermoso como el gallo de una veleta" -afirmaba uno de los dos concejales de la ciudad que deseaba ganar fama como conocedor de las bellas artes- "nada más que no resulta tan útil" -añadía, temiendo que las gentes pudieran juzgarle impráctico: cosa que en realidad no era. -* Por qué no puedes ser como el Príncipe Feliz!?” -decía una madre razonable a su pequeño que lloraba por alcanzar la luna- “Al Principe Feliz nunca se le ocurre llorar por nada". -"Me alegra que haya alguien en el mundo que sea tan feliz" -mascullaba un pobre hombre frustrado, contemplando la estatua maravillosa. -"Es igual que un Ángel" -comentaban los niños del coro de la catedral cuando salían de ella con sus esclavinas rojas y sus roquetes blancos y almidonados. -"Cómo lo sabéis?" -replicaba el maestro de matemáticas-, "isi nunca habéis visto uno?" -"Ah, porque los hemos visto en sueños!" -contestaban los muchachos: y el maestro de matemáticas fruncia el ceño y tomaba una actitud muy seria porque no le gustaba que los niños soñasen.
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