El dialogo como representación de la oralidad en el texto periodístico.
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Resumen:
Este artículo aborda la relación entre oralidad y escritura que se da en los diálogos platónicos, desde una perspectiva lingüística. Con auxilio del marco proporcionado por los nuevos enfoques para el estudio de los ejes hablado y escrito de la lengua, se propone un modelo de análisis del diálogo platónico en sintonía con las dos situaciones comunicativas que constituyen, respectivamente, el proceso de emisión y recepción de la obra, y la ficción literaria. Se aporta como estudio de caso el análisis de las aposiciones parafrásticas en La República, construcción que se alinea entre los fenómenos que admiten una mejor explicación si se relacionan con la impronta oral del texto.
Palabras clave:
Diálogo platónico, Platón, Oralidad, Griego antiguo, Paráfrasis.
1. El viejo problema de la voz de Sócrates
Las páginas finales del Banquete platónico alcanzan uno de los puntos culminantes de la obra del filósofo ateniense en lo que a la perfección artística de su producción literaria se refiere. Asistimos en ellas al arrebatado discurso -en armonía con el estado de embriaguez en que se encuentra su autor- que pronuncia un joven Alcibíades después de haber irrumpido en mitad de la abstemia serenidad de los invitados a la casa de Agatón. La entrada de Alcibíades constituye, como es sabido, un acto de transgresión desde todo punto de vista: además de quebrar la tranquilidad de la reunión, Alcibíades desprecia el orden establecido en ella decretando nuevas disposiciones en cuanto a la manera en que habrá de consumirse el vino y apartándose en su intervención del tema escogido por los demás asistentes -el elogio de Eros-, para ofrecer, en su lugar, un retrato encomiástico de Sócrates lleno de ironía. Siendo muchos los detalles notables que se mencionan en este discurso, llama la atención el énfasis alrededor de un aspecto del maestro que, a juicio del indómito discípulo y amante despechado, merece la mayor consideración: la fuerza encantadora de su voz, capaz de mover las más firmes voluntades.
Pero cuando uno te escucha a ti o a algún otro repitiendo tus palabras,
aunque se trate de un orador mediocre, ya te escuche una mujer, un hombre
o un muchacho, quedamos transportados y posesos.1
Hoy es lícito preguntarse cuánto de aquella voz que tanta admiración despertó un día resta en las -en todo caso también fascinantes- palabras que, en boca de su maestro, Platón ha dejado escritas; cuánto queda en la prosa platónica de lo que se pudo haber hablado en esas reuniones que los diálogos tan minuciosamente nos transmiten. En ningún caso se trata de una preocupación nueva: el propio Platón no fue ajeno a ella, como muestra la reflexión que incluyó en el Fedro acerca de los discursos orales y escritos y del carácter subsidiario e incompleto de estos frente a la variedad de matices con que la verdadera sabiduría se aprende mediante aquellos.2
La cuestión de la relación entre oralidad y escritura de estos diálogos es, pues, antigua y ha sido diversamente abordada. Desde la historiografía filosófica, los intereses que ha suscitado su dilucidación pueden agruparse en torno a dos grandes problemas: en primer lugar, el del insalvable abismo que existe entre los diálogos conservados y el magisterio oral, es decir, el corpus de doctrina nacido al hilo de la actividad académica, que debió de ser objeto de una constante evolución de la que los diálogos que conocemos no pueden ser más que destellos breves;3 en segundo lugar, el de la literaturización de la obra filosófica o, en general, de las relaciones entre filosofía y literatura para toda obra filosófica que se aparte del género del tratado clásico predominante en la tradición desde Aristóteles.