Efectos económicos de la guerra Fría en América Latina
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
muy largo pero esta es la respuesta
Explicación:
mente
Es interminable la lista de conflictos Este-Oeste en el hemisferio sur desde que concluyó la Segunda Guerra Mundial: empieza con las guerras anticoloniales de los cincuentas y sesentas, y continúa en las luchas ideológicas de principios de los ochentas, de los arrozales en el sudeste asiático a las selvas de Centroamérica; de los desfiladeros helados de Afganistán a los trópicos sofocantes de Africa Sudoccidental.
Si la reducción dramática de las tensiones entre superpoderes implica la eliminación virtual del riesgo de una guerra nuclear para estadunidenses, soviéticos y europeos, para los habitantes de las regiones más pobres del globo significa el mismo descanso de la amenaza de extinción, más un regalo: la esperanza de borrar uno de los principales factores que han exacerbado conflictos en su tierra por más de medio siglo.
En Latinoamérica, la conclusión de la Guerra Fría da un efecto mezclado. Hay un aspecto evidentemente positivo y hay implicaciones negativas. Un efecto favorable se relaciona con la política estadunidense hacia la región. Dejando a un lado la reciente invasión a Panamá, existen razones para creer que la situación internacional influirá decisivamente en la forma en que Estados Unidos aborda al hemisferio en general, y los problemas de cambio social, revolución y reforma en Latinoamérica.
Al reducir -y eventualmente eliminar- la realidad y la creencia de una amenaza soviética a su seguridad, la nueva relación entre superpoderes redefine los constreñimientos y los márgenes de la política estadunidense en Latinoamérica; se desvanece su apuntalamiento antisoviético, geopolítico, en el hemisferio.
En gran medida, el antisovietismo estadunidense es ya anacrónico, aun cuando las consecuencias de su eliminación no sean aún del todo evidentes. Nunca logró tanto apoyo fuera como domésticamente. Aun en el clímax de la Guerra Fría, Estados Unidos rara vez obtuvo el apoyo del resto del hemisferio -no digamos del mundo- cuando intervino en las cuestiones latinoamericanas. Su aproximación antisoviética en los asuntos del subcontinente obtuvo su respaldo pleno una sola vez: durante la crisis de los misiles en territorio cubano, cuando pareció indiscutible la amenaza soviética a su seguridad. Fue notoria la suspensión de relaciones diplomáticas y en muchos casos económicas de la mayoría de los países latinoamericanos con Cuba, sobre todo por su excepcionalidad, que respondía a poderosos impulsos locales, anticomunistas.
Prácticamente ninguna nación latinoamericana siguió a Estados Unidos en sus acciones contra Perú a finales de los sesenta, ni contra Chile a principios de los setenta, o contra Nicaragua después de 1981. En cuanto al resto del mundo, la retórica y la estrategia antisoviética de Washington en Latinoamérica se percibieron más como una forma de defender otros intereses que como base genuina de su política. Pero en materia doméstica, dado que existía apoyo para su involucramiento en la región, obtuvieron un respaldo importante de los sectores de la sociedad estadunidense convencidos de la existencia de una amenaza soviética “en su propio patio trasero”.
En realidad, como sucede con cualquier fundamento ideológico para asuntos externos, la hostilidad estadunidense a la presencia o amenaza soviética en Latinoamérica tenía algunas bases, y fue también instrumento para aglutinar al electorado doméstico en favor de políticas que buscaban otros objetivos.
El antisovietismo estadunidense nunca fue del todo cínico y deshonesto, ni tan altruista o válido como para intervenir en el área. Pero fue un ingrediente indispensable en su política hacia la región. Sin éste, son incomprensibles la bahía de Cochinos y la Alianza para el Progreso, el respaldo a las “dictaduras de seguridad nacional” en Brasil, Uruguay, Bolivia, Argentina y Chile durante los sesentas y principios de los setentas; los rescates sucesivos a la deuda mexicana multimillonaria en dólares; los contras en Nicaragua en los ochentas.
Si continúa la tendencia actual en las relaciones entre los superpoderes, es inevitable que se erosionen las motivaciones tradicionales y los pretextos consabidos para una intervención estadunidense. Es obvio que Estados Unidos continuará interviniendo en los asuntos latinoamericanos – Panamá es un claro ejemplo- y seguirá oponiéndose a ciertas formas de cambio social en el hemisferio. Pero no podrá hacerlo invocando temores geopolíticos o de seguridad hacia la Unión Soviética. La justificación ideológica acostumbrada por Washington para involucrarse militarmente en Latinoamérica, ya no está a la mano, no es creíble. Aun la reciente intromisión en Panamá difirió radicalmente de los casos previos de intromisión. La administración Bush en ningún momento justificó o explicó su acción con argumentos antisoviéticos, de Guerra Fría; ninguna de las razones ofrecidas por la Casa Blanca tuvo que ver con una rivalidad de superpoderes.