edición de el velo de la purisima
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Un jueves, a principios de noviembre, la señora doña María de la Concepción, instalada en su blando reclinatorio con su montón de libros piadosos por delante, rezaba deliciosamente sus devociones, como solía siempre hacerlo después de la misa mayor, cuando, notando que una de las velas del altar, ladeaba y con el pabilo doblado hacia abajo ardía chorreando de un modo lastimoso y amenazaba incendiar un ramo de flores de trapo próximo, hizo seña a un sacristán que pasaba a la sazón por ahí y dejando a doña María con la palabra en la boca, se fue muy solícito a atender primero a la X que lo envió no sé a qué a la sacristía.
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