Castellano, pregunta formulada por Sofianicolefrank, hace 11 meses

diferencia entre lo verdadero y lo verosímil​

Respuestas a la pregunta

Contestado por nenaxd31
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NO necesita tener conocimiento de la verdad en asuntos relacionados con lo justo o lo bueno el que intenta ser buen retórico. Siempre que alguien exponga algo, debe perseguir lo verosímil, despidiéndose de la verdad. Lo verosímil ocupa, por su semejanza, el lugar de lo verdadero. Aquel, que pretende engañar a otro y no ser engañado, conviene que sepa distinguir, con precisión, la semejanza o desemejanza de las cosas. ¿Y será realmente capaz, cuando ignora la verdad de cada una, de descubrir en otras cosas la semejanza de lo que desconoce? Imposible. Cuando alguien tiene opiniones opuestas a los hechos y se engaña, es obvio que ese engaño se ha deslizado en él por el cauce de cierta semejanza. ¿Es posible ser maestro en el arte de cambiar poco a poco, pasando en cada caso de una realidad a su contraria, por medio de la semejanza, o evitarlo sin haber llegado a conocer lo que es cada una de las cosas que existen? En manera alguna. El arte de la palabra, que ofrezca aquel que ignora la verdad y vaya siempre a la caza de opiniones, parece que tiene que ser algo ridículo y burdo. Sin embargo, quien conoce la verdad, jugando con las palabras, puede desorientar a los que le oyen. ¿No es necesario que, para que esté bien y hermosamente dicho lo que se dice, el pensamiento del que habla deberá ser conocedor de la verdad sobre lo que se va a hablar? A este interrogante Fedro contesta que en cierta ocasión oyó que quien pretende ser orador no necesita aprender que es, de verdad, justo, sino lo que opine la gente que es la que va juzgar; ni lo que verdaderamente es bueno y hermoso, sino sólo lo que parece. Pues es de la apariencia de donde viene la persuasión y no de la verdad. En este proceso interesa más la apariencia que la verdad. Cuando un maestro de retórica, que no sabe lo que es el bien y el mal, y en una ciudad a la que le pasa lo mismo, la persuade, no sobre la sombra de un asno, elogiándola como si fuera un caballo, sino sobre lo malo, como si fuera bueno, y habiendo estudiado las opiniones de la gente la lleva a hacer el mal, en lugar del bien, habría que preguntarse en qué clases de frutos cosecharía la retórica de aquello que ha sembrado. En verdad no muy buenos. En todo caso, ¿no se habrá vituperado el arte de la palabra más rudamente de lo que conviene? Ella, la retórica, tal vez, podría replicar: «¿Qué tonterías son esas que estáis diciendo, admirables amigos? Yo no obligo a nadie que ignora la verdad a aprender a hablar, sino que, si para algo vale mi consejo, yo diría que la adquiera antes y que, después, se las entienda conmigo. Únicamente quisiera insistir en que, sin mí, el que conoce las cosas no por ello será más diestro en el arte de persuadir». Hablaría muy justamente en el caso de que la retórica fuese un arte, pues algunos argumentos declaran que no es un arte. Un arte auténtico de la palabra, dice el lacónico, que no se alimenta de la verdad, ni lo hay ni lo habrá nunca.

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