Describir los episodios del Toro y del unitario y compararlos
Respuestas a la pregunta
Directo al punto
El narrador de El Matadero lo establece apenas el relato comienza: prefiere callar antes que ser difuso («Tengo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso»)1. Si no quiere ser difuso es porque quiere ir directo al punto, sin demorarse en introitos que no sean imprescindibles. Ahora bien: ¿cuál es ese punto en El Matadero? ¿Adónde se supone que quiere llegar sin demoras? El punto adonde se dirige la narración, y el punto donde culmina, es sin dudas el episodio del unitario. Pero lo cierto es que el episodio del unitario no aparece sino después de unas cuantas páginas; e incluso esos otros episodios que de alguna manera lo anticipan y lo introducen (el de la muerte del niño, el del inglés del saladero) demoran bastante en aparecer en el relato. Es así que la voluntad de ir al punto de la manera más inmediata va encontrando, sin que pueda por eso decirse que El Matadero resulte difuso, diversas capas de mediación. En cierto modo el relato avanza buscando esa palabra directa, que es ante todo la palabra política, y cuando la encuentre, o crea encontrarla, la pondrá en boca del personaje del unitario para que luego la asuma también el propio narrador, y uno y otro digan de manera directa lo que acerca del gobierno de Rosas tienen para decir. Pero hay algo de la eficacia de esa palabra directa que El Matadero nunca alcanza a capturar, y no solamente porque las parrafadas de contenido político que declaman el unitario y el narrador puedan ser lo menos eficaz del relato desde un punto de vista literario. Esa palabra es siempre menos directa de lo que quisiera; y también en esto la inmediatez (la de una palabra capaz de desencadenar una acción o de modificar un hecho) se busca y se desencuentra. Si la concreción de una palabra se verifica en su poder de alteración de lo real, toda palabra literaria es difusa. Y si bien el narrador de El Matadero quiere callar lo necesario para llegar directo al punto, no puede eludir esas capas de mediación que, aunque en un sentido puedan constituir una especie de obstáculo, en otro no son sino la materia con la que el cuento está hecho.
Lo paradójico es que esa eficacia que el narrador de El Matadero desearía pero no alcanza, ni alcanza tampoco a insuflarle al unitario, sí la detentan los federales que aparecen en el relato. Las palabras de los federales sí son directas y desencadenan acciones y reacciones en la realidad que el relato representa:
Es emperrado y arisco como un unitario. -Y al oír esta mágica palabra todos a una voz exclamaron-: ¡Mueran los salvajes unitarios!
(318)
[...] Más de repente la ronca voz de un carnicero gritó:
-¡Allí viene un unitario! -y al oír tan significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea.
(321)
Puede que al narrador de El Matadero, o a su autor mismo, o al personaje del unitario, no les falte una palabra «significativa». Lo que es seguro que les falta es una palabra «mágica». El mundo al que quisieran afectar les queda así irremediablemente lejos. Y algo de esa lejanía deja su huella en el relato: si este texto fue escrito por Esteban Echeverría aproximadamente entre 1838 y 1840, y «los sucesos de mi narración pasaban por los años de Cristo de 183...», ¿por qué luego dice: «Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa» (311, el subrayado es mío)? ¿Por qué inventa en el discurso una distancia temporal que en realidad no existe, ya que entre la escritura del texto y los hechos narrados no pueden haber pasado más que unos pocos años? ¿No hay algo de esto que queda ya determinado por la frase con la que comienza el cuento: «A pesar de que la mía es historia...» (310)? ¿No hay algo de invención de una distancia histórica en El Matadero, como la hay en Amalia de José Mármol, donde se apela al género de la novela histórica para contar hechos que en verdad son prácticamente contemporáneos?
En el caso de El Matadero de Echeverría, el efecto es doble. Porque el cuento ha sido escrito ciertamente cerca de los hechos, como palabra inmediata. Pero no habría de ser leído sino mucho después, unos treinta años después, es decir cuando esa distancia temporal que en el relato quedaba inventada se había tornado efectivamente existente en la realidad. Juan María Gutiérrez publicó hacia 1870 este relato que Esteban Echeverría había dejado inédito. Para entonces, «los años de Cristo de 183...» ya resultaban efectivamente un «aquel tiempo». Así, las capas de mediación reaparecen también en este nivel: también en lo que hace a la escritura y la publicación del cuento, El Matadero debió renunciar a la eficacia política de la palabra inmediata. También en este nivel se quedó sin poder ir directamente al punto.