describimos al personaje que llego al pueblo
lenguaje y literatura
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Su figura estaba incorporada al paisaje urbano con tanta naturalidad que, verlo cruzar las calles hacia las afueras, riendas en mano, al tranco, resulta una imagen que puede repetirse en cualquier recodo pueblerino. Para todos era don Lozano. Arturo Gerardo Lozano había nacido con el siglo -el otro- en los pagos de Chascomús. Era un criollo con demasiadas lunas sobre los hombros y quién sabe cuántos reflejos de fogones camperos en los ojos.
A los 17 años se fue de la casa paterna. Se animó a todos los trabajos rurales y fue arriero por caminos largos, mientras armaba un mundo propio de afectos amicales, mate y tragos de por medio.
Por 1927 llegó a Falucho, un pueblo del norte de La Pampa. El campo le hizo descubrir los nidos, la cercanía de las estrellas en un cielo oscuro y profundo, y un sitio en el que pudo abrevar en los surcos que, pocos años después, a causa de una sequía, provocarían la diáspora pampeana.
Se le hizo costumbre achicar la mirada para otear el horizonte, sentir el sabor acre del polvo que lo envolvía en remolinos y cubrirse cuando se preparaba un aguacero. Llegó después a la estancia La Victoria y ahí conoció a la mujer que lo acompañaría toda su vida. Se casaron en el 38 y fueron padres de una niña.
Afincado desde entonces en Realicó, vestido con bombacha campera, las alpargatas o las botas, el pañuelo al cuello con un nudo gordo y contundente, y la infaltable boina vasca. Enlazó animales, carneó vacunos y cerdos, amansó caballos y enterró postes para trazar con alambrados un entorno que lo cobijó para siempre. Alguna bordona debe haberle hecho vibrar su corazón más de una vez y los silencios no lograron apagar jamás el fuego interior en don Lozano, hombre dispuesto a las bromas y los refranes y a galopes capaces de acercar lejanías.
Cuando dejó de trabajar en el campo, iba cada mañana a una quinta de su propiedad, donde ordeñaba sus vacas para vender la leche. Como era un gran conversador, en el trayecto de regreso hasta su casa, se paraba tantas veces a hablar con los vecinos, que su caballo lo dejaba y rumbeaba solo hasta el domicilio para que mujer e hija bajaran los tarros y proveyeran a los clientes el esperado producto.
"¿Quién te desmiente?"
Don Lozano cumplió años, muchos, y disfrutó hasta de bisnietos. Participaba de fiestas y comidas y nunca dejó de asistir a la exposición rural y al almuerzo de la entidad agropecuaria. Sabía que poco a poco se quedaba sin amigos, cuando contaba alguna historia mencionaba "el finado tal" o "el finado cual" y con cierta ironía remataba el cuento con un "¿quién te desmiente?" Y cada tarde tomaba un remise para que lo llevara a La Canchita, un bar cercano donde jugaba a las cartas hasta el atardecer y dibujaba una flor al resto, con una sonrisa.
Falleció en 1997 -lúcido hasta el final- en la casa familiar de toda la vida. La misma que por décadas tuvo un terreno aledaño donde guardaba su carro y su caballo.Y un apero, ese que tenía un cuero lanudo en el que había apoyado muchas noches su cabeza por tierras de La Pampa, su definitivo refugio.
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