De que trata la obra literaria Contigo en la Luna
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Cuando abuela dice “Hace mucho tiempo…”, ese “mucho tiempo” se va lejos, a caminos de piedra y carruajes con cortinitas y princesas y gatos.
Cuando dice “Yo recuerdo…”, abuela regresa a una playa, se sienta en la punta del muelle y juega a descubrir veleros de la mano de su padre.
Otras veces dice “Yo creo...”, y se le agrandan los ojos, pues vuelve a ver los trenes que a los seis años le parecían enormes, aunque vinieran al pueblo de vez en cuando, pintados de azul y lentos. Porque en un tren vino el abuelo al pueblo.
Cuando dice “Yo siento…”, abuela sabe lo que va a ocurrir. Por ejemplo: va a llegar el cartero Fogón con una postal de la tía Elena que vive al otro lado del mundo, cerca de los desiertos. O va a caer una lluvia más tarde, una lluvia con nombre de señor porque ella la llama don Aguacero. Esa lluvia se cuela por los huequitos del techo y para recibirla abuela llena el piso de cacharros. Después se sienta a oír la música de gotas…
tin tin,
tan tan,
y luego tin,
y luego nada, porque escampa.
Cuando abuela dice “Yo sé…”, las palabras levantan desde sus pies un monumento, o juntan páginas que andaban sueltas por ahí, de cosas importantes o poéticas, o cosas claras que lo explican todo. Y se queda seria, y se le achican los ojos porque está mirando con sus mil años, o cien, o sesenta. Ni las mejores maestras ni los doctores ni los cosmonautas saben las cosas que una abuela sabe.
Cuando dice “Yo quiero…”, nos ve de artistas, de científicos, de mosqueteros, o nos ve felices simplemente. Por ahora le parecemos un montón de nietos despistados detrás de las almendras y de los cangrejos.
Pero a veces abuela quiere más: quiere cosas difíciles. Quiere lluvias de estrellas, y nieve con trineos y lobos, y flores todo el año, y en esta ciudad la nieve no cae porque la gente no tiene ropa de invierno ni botas ni guantes para las orejas y las manos. Y la primavera solo ocurre en el parque. Y el parque es demasiado pequeño para tantas flores que ella quiere.
Las lluvias de estrellas sí, eso sí es posible, pero ella no las ve porque se queda dormida.
Cuando abuela no dice nada, entonces nosotros le decimos:
“Hace mucho tiempo, llegó una princesa a lomo de dragón, se posó en la ventana del ático y se quedó a vivir para siempre en este castillo que tú llamas casa, abuela”.
Le decimos, a su silencio pesado, que ella fue una muchacha hace lunas y lunas. Que se enamoró del abuelo y aprendió a escribir para hacerle una carta. Puso la hoja blanca sobre su corazón y así el abuelo supo cuánto lo amaba.
El abuelo, el príncipe de los ferrocarriles, le alcanzaba un farolito al tren que llegara para que no le faltara la luz. Al jubilarse, lo nombraron “Rey eterno de los trenes lentos”.
Le decimos que debería dejar el silencio ahí, junto al columpio, confundido y solo, con su olor a noche.
Le decimos que sabemos, aunque no sepamos; y hacemos discursos llenos de arañas y murciélagos y caballos de mar para llamar su atención.
Y si abuela no vuelve enseguida, si nada, ni colibríes ni flores le sacan una palabra, ni siquiera un nombre, entonces le decimos que debería conocer a nuestra abuela de siempre, la que cuenta desde hace siglos las cosas que vio y sabe lo que va a ocurrir.
Le decimos que nuestra abuela es una princesa que anda lejos, por otros mundos, pero que va a volver pronto. Que va a regresar de la nostalgia en un ratito, como si nada; con el delantal lleno de palabras como un manojo de flores o de plumas.
Le decimos que han empezado a lloviznar estrellas, que va a inundarse la casa porque no hay un solo cacharro que las recoja.
Le decimos que el cartero Fogón acaba de llamar, que ha traído una carta para ella. Una carta del Rey de los trenes lentos, desde una lejanía intergaláctica.
Y casi sin que nos demos cuenta nosotros, los nietos despistados, abuela volverá a sonreír.
Cuando dice “Yo recuerdo…”, abuela regresa a una playa, se sienta en la punta del muelle y juega a descubrir veleros de la mano de su padre.
Otras veces dice “Yo creo...”, y se le agrandan los ojos, pues vuelve a ver los trenes que a los seis años le parecían enormes, aunque vinieran al pueblo de vez en cuando, pintados de azul y lentos. Porque en un tren vino el abuelo al pueblo.
Cuando dice “Yo siento…”, abuela sabe lo que va a ocurrir. Por ejemplo: va a llegar el cartero Fogón con una postal de la tía Elena que vive al otro lado del mundo, cerca de los desiertos. O va a caer una lluvia más tarde, una lluvia con nombre de señor porque ella la llama don Aguacero. Esa lluvia se cuela por los huequitos del techo y para recibirla abuela llena el piso de cacharros. Después se sienta a oír la música de gotas…
tin tin,
tan tan,
y luego tin,
y luego nada, porque escampa.
Cuando abuela dice “Yo sé…”, las palabras levantan desde sus pies un monumento, o juntan páginas que andaban sueltas por ahí, de cosas importantes o poéticas, o cosas claras que lo explican todo. Y se queda seria, y se le achican los ojos porque está mirando con sus mil años, o cien, o sesenta. Ni las mejores maestras ni los doctores ni los cosmonautas saben las cosas que una abuela sabe.
Cuando dice “Yo quiero…”, nos ve de artistas, de científicos, de mosqueteros, o nos ve felices simplemente. Por ahora le parecemos un montón de nietos despistados detrás de las almendras y de los cangrejos.
Pero a veces abuela quiere más: quiere cosas difíciles. Quiere lluvias de estrellas, y nieve con trineos y lobos, y flores todo el año, y en esta ciudad la nieve no cae porque la gente no tiene ropa de invierno ni botas ni guantes para las orejas y las manos. Y la primavera solo ocurre en el parque. Y el parque es demasiado pequeño para tantas flores que ella quiere.
Las lluvias de estrellas sí, eso sí es posible, pero ella no las ve porque se queda dormida.
Cuando abuela no dice nada, entonces nosotros le decimos:
“Hace mucho tiempo, llegó una princesa a lomo de dragón, se posó en la ventana del ático y se quedó a vivir para siempre en este castillo que tú llamas casa, abuela”.
Le decimos, a su silencio pesado, que ella fue una muchacha hace lunas y lunas. Que se enamoró del abuelo y aprendió a escribir para hacerle una carta. Puso la hoja blanca sobre su corazón y así el abuelo supo cuánto lo amaba.
El abuelo, el príncipe de los ferrocarriles, le alcanzaba un farolito al tren que llegara para que no le faltara la luz. Al jubilarse, lo nombraron “Rey eterno de los trenes lentos”.
Le decimos que debería dejar el silencio ahí, junto al columpio, confundido y solo, con su olor a noche.
Le decimos que sabemos, aunque no sepamos; y hacemos discursos llenos de arañas y murciélagos y caballos de mar para llamar su atención.
Y si abuela no vuelve enseguida, si nada, ni colibríes ni flores le sacan una palabra, ni siquiera un nombre, entonces le decimos que debería conocer a nuestra abuela de siempre, la que cuenta desde hace siglos las cosas que vio y sabe lo que va a ocurrir.
Le decimos que nuestra abuela es una princesa que anda lejos, por otros mundos, pero que va a volver pronto. Que va a regresar de la nostalgia en un ratito, como si nada; con el delantal lleno de palabras como un manojo de flores o de plumas.
Le decimos que han empezado a lloviznar estrellas, que va a inundarse la casa porque no hay un solo cacharro que las recoja.
Le decimos que el cartero Fogón acaba de llamar, que ha traído una carta para ella. Una carta del Rey de los trenes lentos, desde una lejanía intergaláctica.
Y casi sin que nos demos cuenta nosotros, los nietos despistados, abuela volverá a sonreír.
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