de que el capítulo siete de veinte mil leguas de viaje submarino
ayuda porfa doy corona porfa los necesito es para mañana
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
7. Una ballena de especie desconocida
La sorpresa causada por tan inesperada caída no me privó de la muy clara impresión de mis
sensaciones.
La caída me sumergió a una profundidad de unos veinte pies. Sin pretender igualarme a
Byron y a Edgar Poe, que son maestros de natación, creo poder decir que soy buen
nada-dor. Por ello la zambullida no me hizo perder la cabeza, y dos vigorosos taconazos me
devolvieron a la superficie del mar. Mi primer cuidado fue buscar con los ojos la fragata.
¿Se habría dado cuenta la tripulación de mi desaparición? ¿Habría virado de bordo el
Abraham Lincoln? ¿Habría bota-do el comandante Farragut una embarcación en mi
búsque-da? ¿Podía esperar mi salvación?
Profundas eran las tinieblas. Entreví una masa negra que desaparecía hacia el Este y cuyas
luces de posición iban desapareciendo en la lejanía. Era la fragata. Me sentí perdido.
¡Socorro! ¡Socorro! grité, mientras nadaba desespera-damente hacia el Abraham
Lincoln, embarazado por mis ro-pas que, pegadas a mi cuerpo por el agua, paralizaban mis
movimientos. Me iba abajo... Me ahogaba.
¡Socorro!
Fue el último grito que exhalé. Mi boca se llenó de agua. Me debatía, succionado por el
abismo.
De pronto me sentí asido por una mano vigorosa que me devolvió violentamente a la
superficie, y oí, sí, oí estas pala-bras pronunciadas a mi oído:
Si el señor fuera tan amable de apoyarse en mi hombro, nadaría con más facilidad.
Mi mano se asió del brazo de mi fiel Conseil.
¡Tú! ¡Eres tú!
Yo mismo respondió, a las órdenes del señor.
¿Te precipitó el choque al mar al mismo tiempo que a mí?
No. Pero como estoy al servicio del señor, seguí al señor.
El buen muchacho encontraba eso natural.
¿Y la fragata?
¡La fragata! respondió Conseil, volviéndose de espal-das. Creo que el señor hará bien
en no contar con ella.
¿Cómo dices?
Digo que en el momento en que me arrojé al mar, oí que los timoneles gritaban: «¡Se han
roto la hélice y el timón!».
¿Rotos?
Sí; destrozados por el diente del monstruo. Es la única avería, creo yo, que ha sufrido el
Abraham Lincoln. Pero des-graciadamente para nosotros es una avería que le impide
go-bernarse.
Entonces estamos perdidos.
Posiblemente respondió Conseil, con la mayor tran-quilidad. Pero aún tenemos unas
cuantas horas por delan-te, y en unas horas pueden pasar muchas cosas.
La imperturbable sangre fría de Conseil me dio ánimos. Nadé con más vigor, pero,
incomodado por mis ropas que me oprimían como los cellos de un barril, tenía grandes
difi-cultades para sostenerme a flote. Conseil se dio cuenta.
Permítame el señor hacerle una incisión.
Y con una navaja desgarró mis ropas de arriba abajo en un rápido movimiento. Luego me
liberó de mis ropas con gran habilidad, mientras yo nadaba por los dos. A mi vez procedí a
prestar idéntico servicio a Conseil, y continuamos «navegando» uno junto al otro.