Hace
mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín,
sucedió algo muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos
habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles invadidas por
miles de ratones que merodeaban por todas partes, devorando,
insaciables, el grano de sus repletos graneros y la comida de sus bien
provistas despensas.
Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor, nadie
sabía
qué hacer para acabar con tan
inquietante plaga.
Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal
parecía que cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. Tal era la
cantidad de ratones que, día tras día, se enseñoreaba de las calles y de
las casas, que hasta los mismos gatos huían asustados.
Ante
la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar sus
riquezas por la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron:
"Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones". Al poco se
presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie
había visto antes, y les dijo: "La recompensa
será
mía. Esta noche no quedará ni
un sólo ratón en Hamelín".
Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba
con su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones,
quienes saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos del
flautista que tocaba incansable su flauta.
Y
así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que
desde allí
ni siquiera se veían las murallas de la ciudad. Por aquel lugar pasaba
un
caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista,
todos los
ratones perecieron ahogados. Los hamelineses, al verse al fin libres de
las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y
satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan contentos estaban
que organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace,
comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche.
A
la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y reclamó a los
prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como recompensa. Pero
éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron:
"¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan
poca cosa como tocar la flauta?". Y dicho esto, los orondos prohombres del
Consejo de Hamelín le volvieron la espalda profiriendo grandes carcajadas.
Furioso
por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista,
al igual que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y
otra vez, insistentemente.
Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de
la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras
los pasos del extraño músico.
Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los
ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de
desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista.
Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos
que nadie supo adónde, y los niños, al igual que
los ratones, nunca jamás volvieron.
En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos
graneros y bien provistas despensas, protegidas por sus sólidas murallas
y un inmenso manto de silencio y tristeza.
Y
esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía
ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni un niño.
FIN