Cuento La abejita haragana de Quiroga Horacio
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Respuesta:
LA ABEJA HARAGANA
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas, apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día.
La abejita contestó
-No es cuestión de que te canses mucho -respondieron-, sino de que trabajes un poco. Pero la abeja haragana no se corregía.
Y ella respondió en seguida
-No es cuestión de que lo hagas uno de estos días le respondieron- sino mañana mismo.
-No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido -le respondieron-, sino de que trabajes. La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allá dentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron. -¡Yo quiero entrar! -clamó la abejita-.
Esta es mi colmena. -Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras -le contestaron las otras-. -¡Mañana sin falta voy a trabajar!-insistió la abejita. -No hay mañana para las que no trabajan - respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia. Y tentó entrar en la colmena. -¡Perdón! -gimió la abeja-.
Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella. En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacía tiempo, y que la culebra había elegido de guarida. Las culebras comen abejas, que les gustan mucho.
Es cierto -murmuró la abejita-. -Siendo asi -agregó la culebra, burlona-, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
-¡Ah, ah! -exclamó la culebra, enroscándose ligero-. -No, no es por eso que nos quitan la miel -respondió la abeja.
Así dijo la abejita. Y se echo atrás, para lanzarse sobre la abeja. -¿Yo menos inteligente que tú, mocosa?- se rió la culebra. -Así es- afirmó la abeja.
-Pues bien- dijo la culebra-, vamos a verlo. -¿Y si gano yo?- preguntó la abejita. -Aceptado- contestó la abeja. La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja.
Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra. -Esto es lo que voy a hacer- dijo la culebra-. La culebra reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito.
-Entonces, te como -exclamó la culebra.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí.
-Ahora me toca a mí, señora Culebra. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. Una voz que apenas se oía -la voz de la abejita- salió del medio de la cueva.
-Sí -respondió la culebra-. -Aquí -respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraron, ocultando completamente al insecto. La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.
Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared mas alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida. Nunca jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Yo usé una sola vez mi inteligencia, y fue para salvar mi vida.
Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.