cuento corto sobre los valores de la secretaria
Respuestas a la pregunta
Respuesta:
Hubo una vez un secretario. Apareció un día de enero en el despacho, inesperada y sigilosamente, sin que nadie supiera de su procedencia, el por qué, ni quién le había contratado. Pero a pesar de ello, enseguida congenió con todos. Era imberbe, pelirrojo y se llamaba Melchor.
Llegaba muy temprano, casi de madrugada y era siempre el último en marchar, en medio de la oscuridad de la noche.
Sus habilidades con las cifras eran incontables. Era también muy rápido leyendo la correspondencia, ya fuera nacional o extranjera, respondiendo a todos los pedidos de forma inmediata y en la lengua del lugar. Enviaba a cada cual lo que le correspondía, sin equivocarse jamás en el destinatario. Diríase que conocía a los clientes como la palma de su propia mano y sabía como nadie el modo de satisfacerles y darles agrado.
Le gustaba escribir a mano; tanto, que mientras lo hacía dejaba que el salvapantallas su ordenador se llenara de barras de color púrpura y rosado que simulaban un escaneo. Según él, era un sistema para ayudar a buscar nuevas estrellas y vida en el Universo.
Muchas veces se anticipaba a las necesidades de los directivos, lo cuales, alegremente sorprendidos, celebraban la sabia elección a pesar de que nadie recordaba exactamente haberlo contratado.
Pasaron los meses y el volumen de trabajo atrasado fue menguando, tan rápidamente que todas las gestiones eran eficazmente realizadas al momento.
Al acercarse el mes de diciembre, y cumplido casi el año de su llegada, se dedicó afanosamente a hacer balance del año. Puso esmero en recalcular bien todas las cifras, ordenar toda la correspondencia enviada y recibida, comprobar que nada había quedado olvidado o dejado a merced del caprichoso azar.
Las ganancias del negocio habían aumentado lo suficiente para cubrir todas las deudas y generar beneficios que hicieron recuperar la sonrisa de trabajadores y empresarios. Aquellas fueron las mejores noticias de los últimos años. Era tanta la alegría, que entre todos decidieron hacer una fiesta sorpresa para darle las gracias.
Pero ese día, como jamás había sucedido antes, Melchor llegaba tarde. Esperaron un buen rato, y finalmente, ante la extrañeza por lo largo de su tardanza, decidieron entrar en su despacho. Allí encontraron lo de siempre: su mesa de abedul con carpetas y papeles bien ordenados, el tablón de corcho con sus fotos, recortes y notas, y aquel rollo de papel de regalo apoyado en una esquina de la pared. Pero el armario de sobremesa con llave, allí donde siempre exponía figuritas y pequeños juguetes, estaba abierto y su interior estaba completamente vacío. Sólo quedaban unos rastros de color dorado y, extrañamente, olía a incienso y mirra. Así que quedaron todos sorprendidos sin comprender muy bien lo sucedido. Pero antes de salir del despacho, alguien se percató de que las luces del ordenador estaban todavía encendidas.
_ Pobre Melchor… Debió trabajar hasta muy tarde y hoy debe haberse quedado dormido- comentó Isabel mientras se acercaba a su mesa para apagar el aparato.
_Menos mal que tenía el sistema de escaneo…Por lo menos durante la noche su ordenador fue útil para buscar en el firmamento- añadió su amigo Carlos.
Y como quien no quiere la cosa, activaron la pantalla para ver una vez más bailotear aquellas barras púrpuras y rosas antes de cerrarla. Pero esta vez, el sistema estaba inusualmente quieto y en el centro de la pantalla un mensaje anunciaba un hallazgo, las coordenadas de un destino.
Y justamente en aquel lugar, en las dependencias de un castillo coronando en el lomo de una montaña verde, también en un 6 de enero, apareció inesperada y sigilosamente un secretario, sin que nadie supiera de su procedencia, el por qué, ni quién le había contratado. Era imberbe, pelirrojo y se llamaba Melchor.