Cuando admiramos estéticamente la maravillosa construcción y arquitectura de la gran pirámide o exquisito moblaje y joyas de la tumba de Tutankamón, nace en nuestros corazones un conflicto: por un lado, nuestra satisfacción y placer ante estos triunfos del arte del ser humano y, por otro lado, nuestra condena moral del precio humanos al que fueron adquiridos, es decir, la pesada carga impuesta injustamente sobre mucho con el fin de producir las hermosas flores de la civilización para el goce exclusivo de unos pocos que cosecharon donde no sembraron.
Durante los tres mil años que duró esa admirable cultura, y tan fríamente como el apicultor roba su miel a las abejas, los señores de la civilización despojaron a sus esclavos de la parte que les tocaban en los frutos del trabajo colectivo de la sociedad. La fealdad moral del acto injusto empaña de la belleza estética del resultado artístico; y, sin embargo, en todo tiempo, los pocos beneficiarios privilegiados de la civilización se han defendido con una simple disculpa de sentido común: es que debemos optar –aducen- entre cosechar para una minoría o no cosechar nada.
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el punto de vista del autor estaría en desacuerdo con quien sostenga q el despejo delos esclavos no se justifica
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eso es :)
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